Mirando hacia Francia (I): la cordillera que se hizo frontera

602 mojones colocados de oeste a este indican que, aunque no se pueda ver, una línea separa España de Francia. Desde el río Bidasoa, la frontera en Euskadi, hasta las aguas del mar Cataluña. La frontera francoespañola se extiende a lo largo de 656,3 kilómetros, interrumpidos solo por el pequeño país de Andorra. Clavando la mirada en el mapa se entiende que no puede haber demasiada diferencia entre Port Bou, en Girona, y Cerbère, ya en Francia. 12 minutos los separan, pero también la pertenencia a un país diferente. Son, como sucedía en La Raya, ejemplos de un espacio que ha sido dividido por una línea invisible y que, sin embargo, comparten historia, cultura y vida.

Una frontera histórica

Aínsa
Aínsa. | Shutterstock

La actual frontera entre España y Francia ha estado transitada desde hace siglos, cuando todavía no era una frontera sino un camino más que cruzaron en las dos direcciones celtas, Imperio Romano, en su época de esplendor, determinó que podía establecer una división administrativa entre dos regiones divididas por esa frontera natural que es la montaña. Una cosa era Hispania y otra la Galia. Con ciertas modificaciones, y con las dificultades lógicas que tiene delimitar este tipo de divisiones, así se ha mantenido en el tiempo.

Esto no quiere decir que haya sido una frontera pacífica. La presencia de las grandes cadenas montañosas impidió casi siempre que los gobernantes se decantasen por grandes ejércitos e invasiones. Sobre todo han existido moderadas incursiones y conflictos. La tensión, en tiempos medievales y modernos, podía saltar en cualquier momento. Por eso Felipe II, cabeza del gran imperio español, observaba con temor esa línea invisible. Así, se decidió a reforzar ciudadelas como Jaca o castillos como el de Aínsa, tal como recoge Gaspar Mairal Buil en su Memoria de una frontera pirenaica.

Felipe II no vería la firma del Tratado de los Pirineos, que llegaría en 1659, después de treinta años de guerra, para afianzar esta frontera. En realidad, España y Francia andaban disputándose otros territorios y, por encima de todo, la hegemonía de un mundo que España empezaba a perder. Los límites de ambos países en terreno nacional parecían claros, aunque, como se repasará más adelante, siempre ha habido bailes. Este tratado, en cualquier caso, valió para fijar una idea que hasta entonces no se había oficializado: la de los Pirineos como frontera natural. Un año más tarde se firmaría el tratado de Llivia, por el que este territorio pasó a manos españolas mientras que Francia se quedaba con varios pueblos del valle de Querol. Este caso particular se tratará más adelante.

La delimitación definitiva entre un país y otro llegaría con los Tratados de Bayona, firmados entre 1856 y 1868. Antes hubo otros que afectaron a zonas concretas, pero Isabel II y Napoleón III fueron los encargados de terminar de definir las fronteras. Tomando España como referente, puede decirse que hoy se encuentran en Gipuzkoa, Navarra, Huesca, Lleida y Girona. También en este siglo se hizo más evidente que nunca que esos habitantes de un mismo espacio pertenecían a países diferentes: el nacimiento de los puestos fronterizos con toda su burocracia y la presencia de agentes de la ley terminó de completar la llamada frontera natural.

Momentos convulsos

Bidasoa
Bidasoa. | Shutterstock

Haberlos, haylos, y con un papel relevante de la población de esta frontera. Todavía puede leerse en el Archivo de la Diputación Provincial de Zaragoza cómo sentían las gentes aragonesas esa necesidad de empuñar el arma para defender la llegada de los franceses, cuando Felipe II guerreaba con ellos: “nos manda estemos prevenidos y con cuidado en guardar nuestra frontera y así lo hacemos”. Quizá los grandes ejércitos no terminaban de llegar, pero las gentes de las montañas, habitantes y conocedores del terreno, estaban ahí siendo el primer escudo.

Un siglo después de la firma del tratado de los Pirineos, en el marco de las guerras de Europa contra la Revolución francesa, España y Francia se vieron batallando en las montañas. Conocida como la guerra del Rosellón, las batallas se libraron durante dos años en los que España llegaría a ocupar, hasta abril de 1794, el Rosellón. Poco después, a finales de ese mismo año, los franceses hicieron otro tanto con parte de Euskadi, Navarra y Catalunya. La guerra concluyó con la firma del Tratado de Basilea. Unos y otros se retiraron. Los Pirineos volverían a ser cruzados a comienzos del siglo XIX y aunque la historia de la guerra de la Independencia Española es de lo más interesante, es para otro día.

Esta frontera entre España y Francia, aunque ha vivido momentos convulsos, no se ha visto amenazada en muchas más ocasiones. Las disputas entre los países normalmente se han dado lejos de ambos. Sí pueden rescatarse otros instantes oscuros a la sombra de los Pirineos, especialmente a mediados del siglo XX. En el contexto de la guerra civil española, esta frontera volvió a convertirse en escenario de batalla, pero sobre todo en un puente de huida. Buena parte de los republicanos que quedaron atrapados en el norte del país huyeron hacia Francia a medida que se sucedieron las victorias franquistas. Años más tarde, los franceses que huían de la ocupación nazi tendrían que hacer lo mismo pero en dirección opuesta. Así que estos Pirineos han tenido otra función a lo largo de la historia: ser refugio y paso para los fugitivos.

Bailes de frontera

Llívia
Llívia. | Shutterstock

Al margen de la evidente migración en las dos direcciones, de los franceses hacia España en la Edad Media y de los españoles a Francia a partir del siglo XIX, con la Revolución Industrial, hay ciertos rincones cercanos a la frontera que han vivido bailes y vaivenes desde su misma concepción. Uno de los casos más llamativos se encuentra en Le Perthus, concretamente en una de sus calles más importantes. La avenida Catalunya o la avenida Francia es una calle comercial cuya parte occidental pertenece al municipio francés Le Perthus, mientras que la parte oriental forma parte de Els Límits, localidad de Girona. Uno va de compras en Francia, se le va de las manos y termina en España. Lo típico.

Hay otros casos más complejos. En 1719, por ejemplo, Gipuzkoa veía con tan buenos ojos aquello de la Revolución francesa que durante dos años pasó a pertenecer al país vecino. También sucedió al contrario. El valle de Arán, desde bien temprano ligado al Reino de Aragón, fue incorporado a Francia por la fuerza durante la invasión de Napoleón del siglo XIX. En 1814 volvió a manos españolas, pero durante cuatro años fue francés.

Más curioso es el caso de Llívia, municipio de Girona hoy totalmente rodeado por territorio francés. Cuando el Tratado de los Pirineos concedió a Francia diversas localidades de la zona, Llívia se quedó fuera de la ecuación al haber sido nombrada villa por el emperador Carlos I. Así que cuando uno visita este lugar está visitando geografía española, pero no puede hacerlo sin atravesar tierra francesa. Es lo que sucede cuando se separa con líneas invisibles un mismo espacio. A veces no queda claro dónde empieza uno y dónde acaba el otro.