Siempre habrá un aura místico en torno a Fisterra, el límite de las tierras conocidas en la Antigüedad, donde cada noche se apagaba el sol. Donde acababa la humanidad para dar paso a un mar habitado, según se creía, por monstruos marinos. Fisterra daba miedo por lo que se sospechaba de este cabo gallego, pero también generaba esa clase de atracción que provoca lo desconocido y lo inexplicable. Porque entonces, en tiempos de los celtas y los romanos después, este final de la tierra, donde el sol se escondía cada día sobre aguas profundas e inexploradas, ni se conocía ni se podía explicar lo que había más allá.
Siento que llevamos en la sangre esa atracción primigenia por este lugar, aunque ya podamos explicar Fisterra. Aunque ya sepamos que no es el fin del mundo, que ni siquiera es, qué carallo, el cabo más occidental del continente europeo. Nos da igual. Seguimos peregrinando hasta aquí y no hasta otro lugar porque llevamos ese peregrinaje en la sangre. Porque Fisterra tiene, siempre tendrá, una mística dorada como el sol, azul como el Atlántico, verde como los campos gallegos y oscura como cuando cae la noche y tú todavía sigues allí, observando lo que parece el fin del mundo.