María la Brava y las otras mujeres de la Edad Media

María Rodríguez de Monroy nació en Plasencia, pero fue en Salamanca donde se ganó el apodo con el que ha pasado a la historia. María la Brava. Esta mujer del siglo XV nació en una familia acomodada y contrajo matrimonio con Enrique Enríquez de Sevilla, Señor de Villalba de los Llanos. Con él se marchó a vivir a un gran palacio de una ciudad ya por entonces universitaria. En ese momento, Salamanca era también una especie de Verona shakesperiana a la española en la que los bandos enfrentados condicionaban la vida de sus habitantes.

En este contexto es donde nace la figura de María la Brava, que ha pasado de generación en generación de salmantinos como una de sus historias más populares. Merece el análisis y la atención que ha despertado siempre. Sobre todo en este momento en el que tanto esfuerzo se está poniendo en rescatar del olvido y el anonimato a las mujeres. Muchas de ellas se salen de lo que históricamente se ha dado por hecho: que la población femenina no tuvo otro papel que el de estar en casa. En muchos casos así fue, pero en otros, como el que ejemplifica María la Brava, vivieron historias que tienen que ser contadas como han sido contadas las de sus coetáneos masculinos.

Salamanca shakesperiana

Actual Plaza del Corrillo, en Salamanca
Actual Plaza del Corrillo, en Salamanca. | Zarateman, Wikimedia

En el siglo XV, Salamanca era, como se ha dicho, una ciudad dividida en bandos que luchaban por hacerse con el control del territorio. En las calles se palpaba la tensión porque diferentes individuos, pertenecientes a una y otra facción, se encargaban de que así fuera.

La división de esta Salamanca shakesperiana ha dado lugar a creencias como la que señala José María Monsalvo en Las violencias banderizas en la Salamanca medieval. “En el imaginario colectivo de la ciudad, a estas consolidadas y populares tradiciones se une otra más que envuelve en la leyenda un determinado espacio urbano, el llamado ‘Corrillo’, pequeña plazuela -junto a la actual plaza Mayor- que formaba parte entonces de la llamada plaza de San Martín y que recibió, no se sabe muy bien desde cuándo, la denominación de ‘Corrillo de la Yerba’. Se atribuye al nombre una causa vinculada a la tradición de los bandos: el sitio servía de delimitación a las dos mitades en que estaba dividida la ciudad: San Benito al sur, San Martín o Santo Tomé al norte. Se decía que era tan alta la tensión existente que nadie se atrevía a cruzar por esa plazuela y por ello crecía de forma silvestre la hierba en ella, pese a ser el centro geográfico de la ciudad”. Así estaban las cosas.

Estos dos bandos eran conocidos como los Benitinos y los Tomesinos. Con ello se hacía referencia a las dos grandes parroquias en torno a las que se concentraban unos y otros. Estos protagonizaron escaramuzas diarias y escenas de violencia sangrienta que atemorizaron a los habitantes de la ciudad, más bien ajenos a las luchas de poder. No fue hasta la intervención del párroco San Juan de Sahagún, patrón de Salamanca, cuando los ánimos se calmaron. Para entonces habían transcurrido ya muchas décadas de conflictos y pérdidas para ambos bandos.

La venganza brava

Entrada a la casa de Dª María La Brava
Entrada a la casa de Dª María La Brava. | Tamorlan, Wikimedia

María la Brava supo bien lo que era esto último, pues fue a raíz de una gran pérdida como su nombre pasó a la historia. Corría el año 1464. Tal vez, como señala Manuel Villar y Macías en Historia de Salamanca, podría haber sucedido a comienzos de 1465. En cualquiera de los casos: siglo XV, la Salamanca de los bandos, los conflictos rutinarios. Un día como otro cualquiera, los hermanos Enríquez, hijos de María, andaban jugando con los hermanos Manzano. Parece que las dos familias pertenecían a bandos contrarios, pero había entre los muchachos una cierta amistad. Aquel día de juegos, sin embargo, terminaron riñendo. Pasaron de la disputa a voces a las manos y terminaron con las armas. Fue así como los hermanos Manzano acabaron con la vida de Luis Enríquez, el menor de los Enríquez. Tenía entonces 18 años. Para evitar que el primogénito, Pedro, contase lo sucedido, también acabó muerto a manos de los Manzano. Tras la tragedia, los asesinos huyeron de la ciudad, conscientes de que de otro modo ellos también perderían la vida.

Para María, que ya había sufrido la muerte de su esposo, perder a sus hijos fue un golpe mortal. Con el pretexto de sanar este dolor, abandonó Salamanca. Sus allegados creyeron, porque así se lo hizo creer la desdichada mujer, que marchaba a tierras segovianas a pasar el duelo en soledad. En realidad, lo que hizo María fue dirigirse a Portugal. Poco después de la muerte de sus hijos, comenzó a correr el rumor de que los responsables del crimen se encontraban en una ciudad portuguesa. No fue hasta que sus espías confirmaron la posición de ambos, sin embargo, cuando esta se lanzó en su búsqueda. Los hermanos Manzano se encontraban en Viseu y María iba tras ellos, acompañada de veinte caballeros de confianza.

Cuentan las crónicas que estaba decidida a completar su venganza y que de nada sirvieron las súplicas. María dio muerte a los hermanos Manzano en una emboscada nocturna. Aunque tal vez en este momento haya que pasar al relato novelesco, no puede dejar de señalarse que las historias recogen que entró en Salamanca con las cabezas de los asesinos en la mano izquierda. Así paseó por la ciudad, camino del lugar en el que sus hijos habían sido enterrados, donde depositó una última ofrenda para ellos. Otra versión señala que estas cabezas fueron colgadas en la fachada de su hogar. Todas coinciden en un detalle: fue ella misma quien los decapitó.

Una mujer del siglo XV

María la BravaDe esta historia se deducen varios aspectos del carácter de María Rodríguez de Monroy. Tanto si el detalle de la ofrenda a sus hijos es cierto como si no lo es, el hecho constatado de cruzar la frontera con Portugal para encabezar la venganza ya dice bastante de cómo era esta mujer. Responsabilizándose no solo del dolor, sino también del desagravio a su familia, y ante la ausencia de un varón en casa, fue ella misma quien capitaneó el tipo de justicia que consideraba oportuna.

Se aprovechó para ello, además, de lo que tal vez se esperaba de una madre. O de lo que quizá se espera ahora que hiciese una madre en la Edad Media. Engañó a quienes la rodeaban, haciéndoles creer que abandonaba la ciudad para llorar la tragedia, cuando lo que en realidad estaba haciendo era esperar el momento oportuno para vengarla. María la Brava, la mujer valiente que se enfrentó a esta pérdida, era calculadora, inteligente y dueña de una determinación evidente. Seguramente era consciente de que su decisión encendería aún más la tensión en Salamanca, pero el amor por sus hijos y el deseo de justicia para su familia quedó por encima.

Con esta historia como ejemplo, conscientes de que habrá otras muchas semejantes, cabe preguntarse, como se ha venido haciendo en los últimos tiempos, si es que el perfil de la mujer medieval que se ha tenido siempre es uno creado para construir un relato acorde a los papeles antaño asignados a la población masculina y femenina. O si es que directamente se ha eliminado la presencia de mujeres en la Historia. María la Brava demuestra que también ellas hacían cosas. Cosas violentas, incluso. Quizá no sirva de referente ni de modelo de conducta, pero sí de ejemplo de una verdad evidente: quedan por rescatar, contar y apreciar muchas historias protagonizadas por mujeres que han sido enterradas en el tiempo y en el olvido.