Mirando hacia Francia (II): convivencia en los Pirineos

Al margen de la historia, la política y esas líneas invisibles repasadas en el primer episodio dedicado a la frontera entre España y Francia, lo que está claro es que los vecinos de uno y otro lugar han estado siempre condenados a entenderse. Entre ambos países existe una rivalidad que hace que se vea al otro como enemigo. Que se celebren sus derrotas en competiciones internacionales y se hagan de sus costumbres un chiste nacional. Pero lo cierto es que repasando la historia se encuentran, sobre todo, relaciones de cordialidad en ese espacio compartido. Así como un amparo del vecino cuando más se ha necesitado.

Al amparo de los Pirineos

Paisaje típico en los Pirineos, que hace las veces de frontera entre Francia y España
Paisaje típico en los Pirineos, que hace las veces de frontera entre Francia y España. | Shutterstock

Como ya se reflexionó en el episodio dedicado a La Raya, la figura del contrabandista se ha romantizado en los últimos tiempos por su carácter misterioso. De rebelde insumiso actuando bajo la luz de la luna. La realidad es que el contrabando surgió porque las familias necesitaban sobrevivir y también, como recoge la Sociedad Geográfica Española, a partir del nacimiento del concepto de frontera. En palabras del antropólogo José Antonio Perales Díaz, el contrabando antes había sido “puro comercio entre dos zonas afines, que tienen parecidas costumbres, y lenguas similares, pero que se ven separadas por una frontera arbitraria”.

El contrabando en los Pirineos se desarrolló especialmente a mediados del siglo pasado, en el contexto de la guerra civil española. La Segunda Guerra Mundial, la posterior posguerra y el aislamiento español propiciaron que circularan en ambas direcciones todo tipo de mercancías. Algunas eran necesarias porque eran bienes escasos en el país vecino. Con otras sencillamente se mantenían los tratos comerciales existentes desde hacía siglos. Café, pan, azúcar, pescado, ganado, tabaco y bebidas alcohólicas, electrodomésticos… Bajo el amparo de los Pirineos podía intercambiarse cualquier cosa.

Y cualquiera podía ser contrabandista. Aunque eran generalmente los hombres quienes se adentraban en las montañas para cruzar esa frontera, también las mujeres y los niños tenían papeles en esta actividad. Como mensajeros, centinelas o protectores de aquellos que necesitaban esconderse. Valles como el de Bidasoa, en Euskadi, o localidades como Canfranc, en Aragón, estuvieron durante aquellos años muy concurridos. Para un entorno rural montañoso, diezmado tras las guerras, este contrabando y la entrada de dinero que conllevó supuso la diferencia entre sobrevivir o no.

El amparo del vecino

Estación de Canfranc, que tuvo un papel fundamental en la Segunda Guerra Mundial
Estación de Canfranc, que tuvo un papel fundamental en la Segunda Guerra Mundial. | Shutterstock

También en el contexto de estas guerras surgió esa oleada de solidaridad referida anteriormente. Primero fue el turno de Francia. Aunque en principio decidió aplicar una política de no intervención en la guerra civil española, terminó por abrir sus puertas a los refugiados republicanos. El 5 de febrero de 1939, con el ejército franquista cerca de hacerse con la victoria, el gobierno galo permitió la entrada de civiles y soldados al país. Casi medio millón de personas cruzarían la frontera durante las semanas siguientes, en pleno invierno, normalmente a pie y siendo bombardeados en ciertos tramos.

Años más tarde, el flujo de personas circularía en dirección contraria, en un contexto quizá incluso más peligroso. Tras la invasión nazi, miles de franceses, en su mayoría judíos, se dirigieron hacia los Pirineos. Buscaban escapar de la barbarie de la Segunda Guerra Mundial. Pero llegaban a España, un país que había adoptado la dictadura y la represión como forma de gobierno. La situación no era más alentadora, pero en principio esos fugitivos encontraron en los vecinos del sur el amparo que buscaban.

Todavía hoy pueden seguirse las rutas que emplearon los judíos para escapar de la persecución nazi. Se estima que escaparon en torno a 20.000 gracias a estas montañas y a los guías que, conocedores del terreno, quizá incluso contrabandistas, acompañaron a esas personas hasta un lugar seguro.

Un espacio común

Tributo de las Tres Vacas
Tributo de las Tres Vacas. | Indalecio Ojanguren, Wikimedia

Todo lo anterior presenta el escenario prometido al principio: ese espacio común que se ha pretendido dividir con una línea invisible que, a efectos prácticos, no ha servido para separar a sus pobladores. Como mucho, para desarrollar otras vías que permitiese mantener un contacto milenario.

Ese intercambio comercial, el contrabando del siglo XX, en el siglo XIV era legal y quedaba fijado con las llamadas facerías. Estos acuerdos establecieron la manera en que se repartían los pastos de los valles en común, el uso de la madera en la zona o el cuidado de los hospicios, así como la libre circulación de las personas. Eran auténticas alianzas que implantaron también sanciones para quien no cumpliese lo acordado. Por poner un ejemplo de esto, en 1513 se firmó el Tratado de Arrem, redactado en occitano y aranés, entre los valles de Bielsa, Gistaín, Benasque, Ribagorza, Barrabés, Arán, Pallars, Vilamur y la Cuenca de Orcau, en España, y los valles de Aure, Nestes, Louron, Larboust, Oueil, Louchon Frontignes, Saint-Béat, Aspet, Castillonnais y Couserans, ya en Francia.

Todavía hoy se mantiene la tradición conocida como el Tributo de las Tres Vacas, el tratado en activo más antiguo del continente. Una ceremonia que reúne a los vecinos de los valles franceses de Baretous y los españoles de Roncal en la Piedra de San Martín. Ambas partes llegan ataviadas con sus trajes tradicionales. En un enclave situado entre los valles, el 13 de julio de cada año los franceses deben entregar tres vacas a los españoles. Se desconoce el origen de este ritual, pero anualmente la promesa que se realiza es la de seguir manteniendo la paz entre las localidades de ambos lados de la frontera.

Hay que citar de nuevo el trabajo Memoria de una frontera pirenaica para resumir cómo se ha sentido este espacio común: “que la frontera pirenaica fue históricamente una barrera impuesta a una población de ambos lados que estaba muy conectada e interrelacionada o que la cordillera pirenaica fue antes un lugar de encuentro que de separación, son hechos que ya los historiadores se han encargado de poner de relieve. Fueron los intereses de los Estados los que crearon barreras que resultaban incomprensibles para el montañés pirenaico y a pesar de sus intentos por incorporar a las poblaciones de la cordillera a sus guerras y disputas, éstas siguieron comerciando -a veces mediante el contrabando- pastando sus rebaños, trabajando o emigrando y casándose entre sí”.

Con sus diferencias, sus particularidades, sus conflictos vecinales y una sana intención de entenderse, parece que esta frontera no es más que otra línea invisible. Quizá no signifique demasiado para quien la habita. Existe aquí un espacio común. Aunque no por ello hay que dejar de meterse con los franceses, claro.