Monarcas indecisos, invasiones y giros de guion: una historia de nunca acabar

Anocheció por completo para el imperio español. Lo hizo hasta el punto de que las otras potencias europeas -Francia, Inglaterra y el Sacro Imperio Romano Germánico- se sintieron con la confianza suficiente como para intentar manipular sus restos. En la centuria de la Ilustración, el país vivió momentos oscuros. Este nuevo episodio de España en 5 actos pone el foco en uno luminoso, pero estuvo precedido y seguido por muchos otros que no lo fueron en absoluto. Y eso que estamos hablando del Siglo de las Luces.

Se abre el telón en el año 1700: Carlos II yace en su cama, a punto de fallecer. El monarca no tiene herederos, así que en torno a él se suceden las discusiones llevadas por una sola pregunta: ¿quién debe gobernar España?

España se pone guapa tras otra guerra

Retrato de Carlos III de Mengs expuesto en el Museo del Prado. Atribuida al taller de Maella. | Jl FilpoC, Wikimedia

Esta cuestión degenera en una nueva guerra que enfrenta a dos bandos. El liderado por Felipe, nieto del rey francés Luis XIV y perteneciente a unos por entonces ajenos Borbones, y Carlos, de los Austrias de toda la vida. Doce años duró un conflicto que todavía hoy se recuerda especialmente por dos detalles. El primero: fue entonces cuando los ingleses, que apoyaban a los Austrias, se aprovecharon de la situación para conquistar Gibraltar. Hicieron lo propio con Menorca, pero la isla volvió a manos españolas años más tarde.

La segunda cuestión importante: tras hacerse con la victoria y por primera vez en la historia, un Borbón se sentó en el trono español. Felipe V ganó la contienda y pasó a ser el rey de todos los españoles, aunque encontró una resistencia férrea en Mallorca y Cataluña. El monarca se mostró especialmente duro con estos territorios a la hora de imponer su poder, hasta que finalmente consiguió la dominación completa.

A Felipe V le sucederían dos hijos que morirían jóvenes y así se llegó hasta un tercero, curiosamente uno de los monarcas que se recuerdan con más cariño: Carlos III. Conocido como el Político, antes de ascender al trono de España ya tenía experiencia gobernando Nápoles y Sicilia. Cuando tomó la corona española, en el año 1759, uno de sus principales objetivos fue modernizar el país en general y la capital en particular.

Las reformas llevadas a cabo bajo su nombre no siempre gustaron y así se produjo el popular motín de Esquilache, en 1766. El pueblo madrileño pidió el destierro del marqués de Esquilache, ministro italiano, impopular por sus decisiones económicas… Y también por prohibir ciertas tradiciones de los madrileños, sobre todo en el arte del vestir. Pero al margen de esta anécdota, el reinado de Carlos III fue próspero.

La población española pasó a ser de 10 millones de personas, doblando las cifras de comienzos de siglo. Los puertos de todo el país se abrieron hacia el año 1778, abandonando así el monopolio gaditano, que no daba abasto en sus intercambios con el otro lado del Atlántico. Además, Madrid se puso guapa: fue entonces cuando se llevó a cabo el alcantarillado de la ciudad y el desarrollo de paseos como el del Prado. Al final, Carlos III pasó a ser recordado con uno de los apodos más concretos y directos de todos cuantos existen en nuestra historia: Carlos III, el Mejor Alcalde de Madrid.

Con él queda bien ejemplificado ese modelo de gobierno denominado despotismo ilustrado, que queda a su vez bien descrito en la frase popular que lo acompañó: todo para el pueblo, pero sin el pueblo. Carlos III era el padre de una España a la que apreciaba y por la que trabajaba, pero sin pedirle opinión.

A merced de Francia

Retrato de Manuel Godoy, por Francisco de Goya. | Wikimedia

La relación con Francia caracterizó buena parte del siglo XVIII. En primer lugar, porque entre ambos países se firmó lo que se conocieron como los Pactos de Familia, que venían a decir lo siguiente: que los Borbones que gobernaban en España quedaban supeditados a los Borbones que gobernaban en Francia y debían obedecerlos. Si Francia luchaba con Inglaterra por el dominio del mar, en la conocida como la guerra de los Siete Años, España debía ayudar. España, de hecho, ayudó y fracasó en su ayuda. En este conflicto se perdió La Habana y también Manila, aunque posteriormente fueron devueltas. Lo importante es que el país ya no tenía el poder de antaño para combatir fuera de sus fronteras, un hecho que se demostró en los años siguientes, una y otra vez.

Mientras tanto, otros países iban haciéndose grandes. La guerra de Independencia de Estados Unidos, entre 1775 y 1783, haría nacer esta gran potencia. A Estados Unidos le siguió Francia, que entre 1789 y 1799 viviría la llamada Revolución Francesa, que terminó con su rey Borbón guillotinado. El país vecino no estaba dispuesto a aguantar más monarquías absolutas y esto se tomó como una ofensa en España, gobernada por un Borbón monárquico absoluto que lo que no aceptaba era la rebeldía de los franceses. Así que se dio una nueva guerra que no reportó ni una sola alegría. Los franceses invadieron buena parte del norte y para garantizar su marcha, tras la firma de la paz de Basilea, se les cedió la isla de Santo Domingo. Fue una derrota dolorosa porque esta fue la primera colonia fundada por Colón.

Por entonces, desde poco antes del estallido de la Revolución Francesa, mandaba en el país Carlos IV. O quizá habría que decir que gobernaba su valido, Manuel Godoy, que hizo y deshizo a su antojo durante aquellos años. Muchas veces sin demasiado criterio. Así comenzó el siglo XIX, así se llega hasta octubre de 1807 y el tratado de Fontainebleau.

Godoy había olvidado la enemistad con Francia, gobernada entonces por Napoleón I. Este había decretado, por su hostilidad con Inglaterra, el cese de los intercambios comerciales con esta, pero Portugal, aliada de los ingleses, hizo caso omiso a su prohibición. Un cabreado Napoleón le ofreció a Godoy una solución beneficiosa para ambos: Francia invadiría Portugal y se repartirían tanto este territorio como sus colonias. Pero, claro, para que esto pudiera hacerse, el ejército terrestre de Napoleón debía atravesar España. Olía a chamusquina, pero Godoy no vio ninguna señal roja en esta condición, así que aceptó la propuesta. Como se dice en estos tiempos modernos, en su cabeza sonaba espectacular.

Nos invaden los franceses, pero ¡viva la Pepa!

El dos de mayo de 1808 en Madrid, cuadro de Francisco de Goya. | Wikimedia

Año 1808. Las tropas francesas fueron ocupando, poco a poco, enclaves españoles, y el caso es que no parecían tener demasiada prisa por llegar hasta Portugal. Con miles de franceses ocupando las calles de decenas de ciudades, hasta el avispado Godoy empezó a entrecerrar los ojos y ver fallos en el asunto. Entonces aconsejó al rey que abandonara la corte madrileña para marcharse, junto con su familia, a Aranjuez, por si se vieran en la necesidad de partir hacia el sur para abandonar España.

El vaivén de reyes en España fue insostenible en esos primeros meses de 1808: Fernando VII se había rebelado contra su padre, Carlos IV. Pero lo importante es que a la hora de la verdad, y bajo presión de Napoleón I y sus promesas, ambos cedieron el título a José Bonaparte, su hermano. Pepe Botella para los españoles. Estos ya se organizaban para protagonizar acontecimientos como el motín de Aranjuez, en el que pidieron incansablemente la cabeza de Godoy.

Napoleón no necesitaba mucho más para comprender hasta qué punto llegaba la debilidad española y decidirse, de una vez por todas, a invadir el país. Lo que quizá no podía imaginarse era que este iba a responder. No tener un monarca presente que encabezase la lucha no era motivo suficiente para dejarse invadir por los franceses. Así que, sí, el pueblo se alzó en armas contra estos el 2 de mayo en Madrid. Para detener el asunto los galos lanzaron a los mismísimos mamelucos contra los rebeldes. Pero estos no se vinieron abajo ni siquiera cuando cientos de madrileños fueron asesinados en los conocidos fusilamientos del 3 de mayo, que con tanto acierto retrató Francisco de Goya.

Este episodio prendió la llama de lo que acabaría siendo la guerra de la Independencia Española. Duró seis años. La parte negativa para el imperio es que la mayoría de las colonias españolas de América, siguiendo el ejemplo de Estados Unidos, iniciaron su propio proceso de independencia durante este tiempo en el que España tuvo bastante con luchar por sí misma.

La parte positiva para el país es que esta invasión francesa y la respuesta del pueblo desencadenó en el nacimiento de la primera constitución española: la Constitución de Cádiz, aprobada el 19 de marzo de 1812. Curiosamente inspirada en la Revolución Francesa, fue aprobada por las Cortes de Cádiz, que en estos tiempos turbulentos asumieron el liderazgo del país. El documento estableció que el poder residía en la nación, hablaba por primera vez de separación de poderes y, en general, apuntaba hacia un futuro más cercano al liberalismo democrático, aboliendo asimismo tanto la Inquisición como los señoríos. “¡Viva la Pepa!”, se escuchaba esos días en las calles.

Ese mismo año, José Bonaparte abandonó Madrid tras la victoria de los españoles, apoyados por los ingleses, en la batalla de los Arapiles. Un año después, definitivamente derrotado en Vitoria, huye a Francia. De nuevo, nos encontramos con dos caras de una misma moneda. Lo positivo: los franceses abandonan España. Otro hecho que creían positivo: Fernando VII, el Deseado, regresa a España. Al final se tornó negativo, pues resultó una decepción como monarca.

El gusto del siglo XIX por los giros de guion

Retrato del rey Fernando VII de España. | Wikimedia

Fernando VII regresó a España para mirar a los ojos a los españoles y decirles que eso de que era necesario encarar una nueva época era simplemente su opinión. Él tenía otras ideas relacionadas con la monarquía absoluta de siempre, así que su primera medida fue abolir esa tontería de la constitución.

Puede imaginarse cómo sentó de mal que el rey deseado volviera para romper con todo lo conseguido, así que el pueblo volvió a organizarse. En esa ocasión, en sociedades secretas que conspiraron de manera continua contra el monarca. Hasta que al final pasó lo que tenía que pasar. Una nueva revolución, en 1820, que concluyó con un monarca acorralado por el pueblo pronunciando esta famosa frase: “marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”. Su buena voluntad duró poco, los tres años del llamado Trienio Liberal, hasta que Francia mandó al contingente conocido como los Cien Mil Hijos de San Luis para ayudar al Borbón a restaurar el absolutismo. Fueron años moviditos que no acabaron con la muerte de un rey considerado por muchos el peor de esta nuestra historia.

Y es que cuando Fernando VII murió lo hizo sin un descendiente varón que pudiese heredar la corona, así que el país volvió a quedar dividido en dos. De un lado, quienes consideraban que su hija Isabel, de dos años de edad, era la heredera natural. Frente a ellos, los más conservadores apoyaban al hermano de Fernando, Carlos María Isidro. Este, de hecho, se proclamó rey, pero según lo dispuesto por Fernando la reina era Isabel II o, en sus primeros años, su esposa María Cristina, que debía actuar como regente. Así que otra vez estaba la fiesta montada: los liberales que apoyaban a Isabel y los carlistas se enfrentaron a lo largo del siglo XIX. Se sucedieron los gobiernos, las constituciones, las batallas y los cambios de dirección.

Finalmente Isabel II reinaría hasta 1870 y lo cierto es que el país se modernizó considerablemente con ella, que impulsaría entre otras cosas la construcción de la red ferroviaria. La Revolución Industrial había llegado a España, pero también llegaron otras muchas cosas. Por ejemplo: la Gloriosa liderada por el liberal por excelencia de este siglo, Juan Prim i Prat. Supuso el derrocamiento de una reina que optó por el exilio y la abdicación. ¿Había llegado el momento de decir adiós a la monarquía? Sí, pero también no. Así entramos en el último tramo de este cuarto acto.

¿Qué pasó después?

Retrato de Amadeo I. | Wikimedia

En los últimos años del siglo XIX se dio una cantidad ridícula de acontecimientos. En 1868 se inició el llamado Sexenio Democrático, que duraría hasta 1874. Las cortes eligieron a un rey extranjero, el italiano Amadeo de Saboya, como nuevo rey de los españoles. Y resulta que Amadeo no era del todo malo, pero todo le salió mal. Para empezar, antes siquiera de que pudiera poner un pie en España, Prim, que era quien lo había elegido provocando de paso la guerra franco-prusiana, fue asesinado. Los carlistas daban guerra de nuevo, los republicanos empezaron a darla… Total, que sin su valedor, Amadeo I de España duró en el trono un suspiro: desde 1871 hasta 1873.

Entonces los republicanos se salieron con la suya: ¡las Cortes proclamaron la Primera República Española el 11 de febrero de 1873! Pero fue un régimen muy inestable que tuvo cuatro presidentes en apenas diez meses así que, en fin, duró menos que Amadeo y se volvió a lo anterior, la primera opción desde el principio. Es decir: la monarquía. Y se volvió con todas las letras, porque no solo se instauró de nuevo sino que el hombre que se colocó la corona fue nada menos que Alfonso XII, hijo de la desterrada Isabel II.

Los años de reinados más o menos valorados, el de Alfonso XII (1774-1885) y el de su hijo Alfonso XIII (1886, aunque bajo regencia de su madre María Cristina, hasta 1931), coincidieron con disgustos internacionales. Del imperio no quedaba ya nada: España perdió Cuba, Puerto Rico y Filipinas en el conocido como Desastre del 98. Casi da miedo empezar nuevo siglo.

Pero de Cuba volvieron cantando. Los españoles estaban ya cansados de librar guerras lejos de las fronteras, así que con sus silbidos pasamos a la última nota positiva. Este siglo XIX también fue el siglo de Benito Pérez Galdós, Rosalía de Castro, Fernán Caballero, Emilia Pardo Bazán, Gustavo Adolfo Bécquer o José de Espronceda, entre otros. Con ellos reivindicando la siempre inmensa cultura española se cierra el telón. Fin del cuarto acto.