La mayor parte de los monarcas de la época evitaron cebarse con los consanguíneos y nobles (a muchos de los cuales les acababan perdonando); la ejemplaridad y la crueldad las solían reservar para los más débiles. En cambio, Pedro I hizo más bien lo contrario, protegió a la burguesía y las minorías, ganándose el apoyo de judíos, musulmanes y burgueses en su enfrentamiento con su numerosa familia bastarda y con una nobleza altamente levantisca.
El hecho de que le sucediera en el trono su mortal enemigo –su hermanastro Enrique de Trastámara– puede explicar que la historiografía le haya calificado como “El Cruel”.De haberle sucedido uno de su sangre seguro que el apelativo hubiera sido más suave. Desde el reinado de Felipe II —admirador de su antecesor— algunos cronistas e historiadores le han denominado “El justiciero”, denominación que no ha conseguido imponerse. Con parecido criterio, cada vez más historiadores le llaman del mismo modo. Esta historia nos dará que pensar, aportando argumentos a unos y otros.
El origen del dramático problema familiar fue la pasión del rey Alfonso XI de Castilla por Leonor de Guzmán, su barragana (denominación que recibían las amantes oficiales de los reyes y magnates).
De algún modo, se estaba creando una gigantesca estructura de influencias e intereses a la que unir la propia parentela nobiliaria de Leonor de Guzmán y sus numerosos amigos colocados por ella en cargos de alto rango. La activa e inteligente Leonor era consejera habitual de su amante del rey Alfonso, y formó en su Sevilla natal una auténtica Corte paralela de la que formaban parte numerosos familiares e importantes linajes como los Lara, los Enriquez y los Coronel.
Leonor fue llevada presa al castillo de Talavera de la Reina, donde fue ejecutada por orden de la reina madre María de Portugal.
Uno de estos fue Alfonso Fernández Coronel, que fue capturado tras el asalto a su castillo de Aguilar de la frontera (Córdoba), el 2 de febrero de 1353. Inmediatamente después de hacerse con el fue condenado por traición en un juicio sumarísimo, para a continuación ser ejecutado y su cadáver fue a continuación quemado para que ni siquiera fuera posible que su familia tuviera donde visitarlo y recordarlo. Esta macabra ceremonia se celebró ante los cuatro hijos del reo, incluida su hija María Coronel.
Otro foco de suspicacias era el marido de María Coronel; Juan de la Cerda era descendiente de la familia real de León y potencial candidato a la corona real de ocurrirle algo a Pedro. Y, aunque el suegro de María había reconocido a Alfonso XI su derecho al trono, Juan permanecía bajo sospecha. Juan de la Cerda acabó por comenzar a intrigar también contra el Rey, quien acabará ordenando que Juan sea encerrado en la Torre del Oro —de donde había sido trasladada previamente su cuñada Aldonza, cuando fue trasladada a la vecina Carmona—. Ante el grave peligro que acechaba a su marido, Maria Coronel viajó desde Sevilla a Tarazona (Zaragoza) para suplicarle personalmente al rey el perdón; lo obtuvo, pero para cuando volvió a su ciudad, se encontró que Juan de la Cerda ya había sido ejecutado. Desolada, María se encerró en el convento de Santa Clara; posteriormente María se ordenó monja.