Valle-Inclán y el Madrid del Callejón del Gato

Con el paso del tiempo, la figura de Valle-Inclán se ha convertido en una especie de leyenda de las calles de Madrid. Lo imaginamos vestido de negro, con un bombín y unas gafas redondas, de esas que en los últimos años se han puesto de moda. Lo imaginamos con sus barbas largas y un libro bajo el brazo. El derecho, porque el izquierdo lo perdió tras una pelea en una tertulia cualquiera en un día cualquiera en el Madrid de su época. Lo imaginamos como una figura bohemia, que deambula por las calles, con acento gallego y una visión particular del mundo.

De la figura de Valle-Inclán se ha dicho de todo. Circulan anécdotas, leyendas e historias que han alimentado el imaginario colectivo y que, sin embargo, nunca, como sí ha sucedido en otros casos, ha sepultado lo verdaderamente importante cuando se trata del autor: que consiguió, con un teatro único, hacernos ver el mundo con otros ojos.

Barbas largas y un teatro irrepresentable

Escultura de Valle-Inclán en Santiago de Compostela, ciudad en la que finalmente murió
Escultura de Valle-Inclán en Santiago de Compostela, ciudad en la que pasó los últimos años de su vida | Shutterstock

Ramón María del Valle-Inclán nació un 28 de octubre en Villanueva de Arosa, y nunca perdió el acento de la tierriña. Vivió un tiempo, tras su estancia en México, en Pontevedra, y finalmente murió en Santiago de Compostela, un 5 de enero de 1936. Sus viajes, sus idas y venidas, fueron constantes, pero eso no le impidió dejar una huella imborrable en el Madrid que también habitó.

Con esas barbas largas y discutiendo por las esquinas sobre temas intelectuales, morales o políticos, Valle-Inclán se paseó por los cafés de la época, por los teatros de la época, hablando de esto y aquello, con este y con aquel. Ganando amigos, como Rubén Darío, proclamando sus enemistades sin temor a represalias. Por eso discutía con Miguel de Unamuno a voz en grito en pleno centro madrileño, por eso se enfrentó a Benito Pérez Galdós cuando se negó a acoger su obra El Embrujado en el Teatro Español.

Pero Valle-Inclán es mucho más que la polémica y la anécdota. Valle-Inclán es ingenio, personalidad, carácter y talento. Valle-Inclán es teatro, incluso aunque hasta hace relativamente poco se considerara que su teatro era un teatro irrealizable. Imposible de llevar a los escenarios. Fantástico para leer, difícil de representar. Sus acotaciones literarias y el carácter que concedió a sus obras podían justificar la reticencia inicial, pero el tiempo ha demostrado lo contrario. Los escenarios de nuestra capital, los escenarios de toda España, siguen llenándose cuando un cartel lleva su nombre.

El dramaturgo produjo un importante número de obras. Quizá sorprenda saber que su andadura sobre las tablas comenzó como actor, participando en La comedia de las fieras, de Jacinto Benavente. La amputación de su brazo izquierdo, tras esa pelea con el periodista Manuel Bueno Bengoechea en el verano de 1899, le impidió continuar esta carrera. Fue entonces cuando se dedicó a escribir. Primero, para la prensa, como una manera de ganarse la vida. Después, para los teatros que tanto amaba. Representante del modernismo, cercano al decadentismo típico de la época, Valle-Inclán nunca fue un dramaturgo más. Siempre auténtico, siempre único. Pero ese esperpento inolvidable tardaría en llegar.

España en el Callejón del Gato de Madrid

Escultura de Valle-Inclán en Madrid
Escultura de Valle-Inclán en Madrid | Shutterstock

El Madrid de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX no aceptaba, en las tablas, los cambios que Valle-Inclán llevaba consigo, pero la ciudad estaba inmersa en su propio proceso de evolución. La capital estaba cerca de alcanzar el millón de habitantes. Se anexionó núcleos de población colindantes hasta entonces independientes y se crearon nuevos arrabales para acoger a la clase proletaria que llegaba desde un entorno rural. El metro abrió sus puertas, en 1919. Se ensanchó la ciudad, se inauguró la Gran Vía que hoy conocemos. Madrid crecía, y vivía una época convulsa. El país, en general, vivía una época convulsa. La política, las formas de gobierno, eran inestables. La crisis económica hundió a toda Europa, y las guerras coloniales provocaron un mayor efecto de ésta en España. Así era el país en el que vivió Valle.

Un país que vio de alguna manera simbolizado en el Callejón del Gato de la capital. Este rincón de Madrid, muy popular en los años veinte, tenía una sorpresa para todos los paseantes: no se trataba de una calle al uso, pues tenía instalada una serie de espejos cóncavos y convexos que deformaban el aspecto de las personas. Así era el país en el que Valle-Inclán se sentía viviendo. Una imagen deformada, caricaturesca, de la que asombrarse, asustarse o reírse. Una imagen en la que analizar aspectos que de otra manera el ser humano no encontraría en sí mismo.

Un paseo por el esperpento

Placa conmemorativa a Valle-Inclán en la ciudad de Madrid
Placa conmemorativa a Valle-Inclán en la ciudad de Madrid | Shutterstock

Darse un paseo por la obra última de Valle-Inclán y por las calles madrileñas que retrató en ésta es darse un paseo por el esperpento. Aunque el dramaturgo gallego se sintió siempre cercano a esa corriente modernista mencionada, hacia la madurez de su trayectoria como escritor no le bastó con sus peculiaridades. Quiso ir más allá. Por eso sus obras apenas tuvieron cabida en un Madrid acomodado en el teatro burgués, las comedias de costumbres y los sainetes. Porque el teatro de Valle-Inclán, sus historias, sus expresiones y su óptica particular, obligaba al público a ir más allá.

Por eso nunca vio representada la que hoy en día es una de las obras más trascendentales de nuestra historia: Luces de bohemia. Tampoco había cabida para Martes de Carnaval, ni mucho menos para Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte, donde llevó al extremo esas concepciones en torno a las que estuvo funcionando en los últimos quince años de su vida.

Con el esperpento, género que le pertenece, género que sigue nutriendo a nuestro teatro, Valle-Inclán propuso un teatro que podría haberse representado en ese Callejón del Gato de Madrid: un teatro donde las formas estaban distorsionadas. Donde los animales eran humanos y los humanos animales, o marionetas, o simples ideas. Una realidad irreal, que sin embargo cobró, en la pluma de Valle-Inclán, el de las barbas largas y el teatro irrealizable, una verdad tan grande que ha llegado hasta nuestros días intacta. Seguimos creyendo en ella. Valle, con estas formas peculiares, con su estilo único y sus imágenes imposibles, nos ha traído un Madrid tan auténtico, tan de verdad, como el de cualquier otro autor.