Madrid en la habitación de Moratín

Fuente de Cibeles en Madrid, símbolo neoclásico | Shutterstock

La llegada del neoclasicismo a la ciudad de Madrid puede sentirse con un breve paseo aún hoy en día. Este movimiento artístico está ligado íntimamente a la Ilustración. A ese Siglo de las Luces en que se cuestionó y se analizó todo lo existente, incluso aquello que no existía. Sus ideales también respiraron en Madrid, que hoy luce orgullosa su Puerta de Alcalá, levantada a finales del siglo XVIII. También su fuente de Cibeles, que ha custodiado la capital desde el mismo año en que terminó de construirse la anterior puerta real. Podríamos mencionar muchos otros edificios, pero vamos a detenernos aquí. El Madrid neoclásico es quizá el más reconocible, sin duda uno de los más admirados. Sin embargo, cuando se habla de teatro, existe una carencia generalizada que solo un nombre es capaz de compensar: Leandro Fernández de Moratín (Madrid, 1760 – París, 1828).

Moratín creció rodeado de los intelectuales que poblaron la capital en ese Siglo de las Luces que tanto tardó en llegar al país. Desde bien temprano, acompañó a su padre, el también dramaturgo Nicolás Fernández de Moratín, en sus reuniones sociales. Allí aprendió y se formó al amparo de las ideas neoclásicas, que pretendían restaurar el orden arrebatado en el periodo anterior. En la llamada Tertulia de la Fonda de San Sebastián, en la actual Plaza del Ángel, se debatía sobre literatura, sobre la renovación de la poesía y sobre la necesidad de crear un teatro nuevo. Uno que siguiera las estipulaciones de ese pensamiento neoclásico al que todos los asistentes se adscribían.

Parece que Moratín, que no había cumplido veinte años cuando estas reuniones se llevaron a cabo, tomó buena cuenta de las conversaciones de los adultos. Al fin y al cabo, pasó el resto de su vida tratando de llevar a término esa concepción de un teatro que tomaba distancia con lo que el público madrileño había tenido oportunidad de disfrutar hasta el momento.

Madrid cabe en una habitación

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Puerta de Alcalá, una de las construcciones neoclásicas más emblemáticas de Madrid | Shutterstock

Abandonando la apuesta por la acción dinámica y las sorpresas en las escenas del Siglo de Oro, el siglo de Lope de Vega y Tirso de Molina, el teatro neoclásico se construyó siguiendo la regla de las tres unidades. Se contaba una única historia, en una única ubicación y no podía transcurrir más de un día. Los problemas de las calles madrileñas, las turbaciones de sus habitantes, la mentalidad de una burguesía que empezaba a consolidarse, se subieron a los escenarios con Moratín. El dramaturgo construyó historias que huían de la ficción. Quería realismo, quería aleccionar. Quería educar, quería enseñar, quería que el público aprendiese con sus obras.

Ridiculizó los vicios y defectos de aquellos personajes, todos estereotipos pero con más profundidad que los del Siglo de Oro, al que censuraba. Premió los buenos comportamientos de los modelos a seguir que él mismo construyó. Reflexionó sobre lo que estaba bien y lo que estaba mal, sobre el decoro, la solemnidad y la moralidad. Todo en un espacio reducido, limitado, apoyado en el guion teatral y no en la espectacularidad de la representación. Durante aquellos años, el Madrid de Moratín cupo en una habitación construida según las medidas del dramaturgo.

La disposición de los elementos de un teatro no ha cambiado mucho desde aquellos últimos años de Moratín en la escena. Estos lugares de representación adquirieron formas semejantes a las que conocemos ahora. El escenario, el patio de butacas, los palcos fueron tomando forma. Se puede considerar la habitación de Moratín, esa en la que cabía la ciudad de Madrid, el origen de los lugares de representación que tenemos hoy. El autor se dedicó a romper con lo anterior, introduciendo por ejemplo el minimalismo escénico, creando formas que no han dejado de ser representadas en los siglos siguientes en la escena madrileña.

El público de Moratín

Corral de Comedias de Almagro
Poco a poco, los corrales de comedias, como este que se conserva en Almagro, fueron evolucionando | Shutterstock

Por sus principios fijos, claramente definidos y siempre ejecutados en sus creaciones, Moratín fue un dramaturgo que se granjeó tantos amores como odios, entre los críticos, entre sus propios compañeros de profesión y entre el público madrileño. No pareció sentirse incómodo en el papel del enemigo. Se enfrentó a la popularidad de los sainetes y a figuras como Luciano Francisco Comella, dramaturgo cuya producción estuvo enfocada al teatro musical. Moratín, tan dado a ridiculizar a través del teatro aquello contra lo que se posicionaba, retrató con mala leche su figura en La comedia nueva o El café, representada por primera vez en el Teatro del Príncipe un 7 de febrero de 1792.

Fue un éxito, en cambio, El sí de las niñas. Estrenada el 24 de enero de 1806, se convirtió desde esa primera representación en una de las favoritas del público. Algunas crónicas hablan de esta obra como el gran estreno del siglo. Ocupó durante veintiséis días seguidos el antiguo Teatro de la Cruz y su representación solo fue interrumpida por la necesidad de celebrar la cuaresma. A pesar de que contó con numerosos detractores que quisieron impedir su estreno, por su carácter polémico, El sí de las niñas salió incluso de Madrid. Así, fue representada en otras provincias de España.

Como en tantas otras ocasiones a lo largo de la historia, la ciudad y su público, nuevo y creciente, fue testigo del nacimiento de una creación que sigue viviendo. Asimismo, como en tantas otras ocasiones a lo largo de la historia, el creador tomó de las calles de esa ciudad la inspiración necesaria para crear.