Los irmandiños y la gran revuelta del siglo XV

Fue el día 15 de un lluvioso abril de 1467 cuando una cuadrilla de irmandiños asaltó el primero de los castillos que sufrirían, de ese día en adelante, sus acometidas. Eran gentes del pueblo, pero estaban armados y preparados, dispuestos a combatir los excesos de la nobleza. Se decían unos a otros que había llegado el momento de pasar a la acción, y esa acción incluía la violencia, aunque desde un principio renegaron de la venganza. Querían escapar del yugo de sus señores, arrebatarles el poder del que habían abusado, pero no asesinar en vano, por crueldad o rencor. Quizá fue bajo ese principio como lograron obtener, desde sus más tempranos inicios, el apoyo de los pueblos y las ciudades gallegas, que entendieron esa revuelta, la más grande del siglo XV en el continente, como una consecuencia natural después de tanto tiempo oprimidos.

Si ese primer asalto al castillo Ramiro fue un éxito, fue porque los vasallos del mismo abandonaron a sus señores y se unieron, ellos también, al pueblo. Rodearon la fortaleza, abrieron las puertas y la hicieron suya en cinco días, solo para derribarla y pasar al siguiente objetivo. Así fueron cayendo, uno a uno, castillos de toda la tierra gallega. No querían convertirse en dueños de tales construcciones, ni siquiera para lucir la victoriosa bandera irmandiña. Solo querían destruir lo que significaba su existencia.

El nacimiento de la revolución

La torre del castillo de los Andrade, en Vilalba, fue el único elemento que sobrevivió a la revuelta
La torre del castillo de los Andrade, en Vilalba, fue el único elemento que sobrevivió a la revuelta. | Shutterstock

Entre los años 1467 y 1469, en Galicia se vivió la que muchos historiadores coinciden en calificar como la gran revuelta europea del siglo XV. Los testimonios contenidos en el pleito Tabera-Fonseca cifran la participación en esta revuelta en 80.000 hombres. Procedían de todos los rincones del territorio, sumándose por igual pueblos y ciudades. Es lo que se conoció como la Gran Guerra Irmandiña.

Rastreando en el tiempo se halla con facilidad sus antecedentes. En 1418 se iniciaron, en Santiago de Compostela, una serie de disturbios que se prolongarían hasta 1422. Una década después se formó la Hermandad Fusquenlla con el objetivo de enfrentarse al señor Andrade, que trataba con crueldad e injusticia a sus vasallos. Comenzó en las comarcas de Pontedeume y Betanzos, pero llegó hasta lugares más lejanos como Mondoñedo o la ya mencionada capital gallega. Ayuntamientos grandes como el de A Coruña o Lugo se mostraron también afines a este movimiento. Aunque para 1435 la revuelta había concluido con la derrota de la hermandad, esta no apagó el sentimiento revolucionario. Más bien lo asentó. Lo hizo grande hasta convencer a buena parte del pueblo de la necesidad de imponerlo, de vencer.

La Revuelta Irmandiña se fraguó en medio de una situación política compleja. Una guerra civil en la Corona de Castilla, de la que Galicia era dependiente, que enfrentaba a Enrique IV con su medio hermano Alfonso. Enrique necesitaba el apoyo del pueblo y los irmandiños el del monarca para ser un movimiento legal, así que se reconocieron mutuamente. Pero la actividad de estos fue sobre todo consecuencia del escenario social que estaba arrasando la tierra. El pueblo pasaba hambre, era víctima de epidemias mortales y los abusos por parte de la nobleza, a pesar de lo anterior, no cesaban, empobreciendo aún más a quien se suponía debía proteger. Así fue hasta que este pueblo dijo basta.

La Gran Guerra Irmandiña

Cambados, en las Rias Baixas, también sufrió el paso de los irmandiños. Así quedó la torre de San Sadurniño
Cambados, en las Rias Baixas, también sufrió el paso de los irmandiños. Así quedó la torre de San Sadurniño. | Shutterstock

Con todo lo anterior, tras la derrota de la Hermandad Fusquenlla y después de varias décadas en las que la tensión fue aumentando, finalmente la Gran Guerra Irmandiña estalló en 1467. El 15 de abril de ese año, un grupo tomó el castillo de Ramiro, en Ourense, para posteriormente reducirlo a cenizas. Su modo de funcionar fue el siguiente. No conquistaban las fortalezas para hacerse con su control sino para derribarlas, asociadas como estaban de manera irremediable a todas las prácticas con las que querían acabar. El sentimiento antiseñorial quizá no estaba tan conceptualizado como los estudios de siglos posteriores han posibilitado, pero aun sin ponerle nombre el pueblo sabía perfectamente por qué estaba luchando.

Así, los irmandiños fueron recorriendo las comarcas gallegas, derribando símbolos y ganando más adeptos a medida que pasaba el tiempo. Fue así incluso entre comunidades aparentemente distantes como el clero. Por ello nunca atacaron los pequeños templos y ermitas del territorio, más bien al contrario: devolvieron a la Iglesia posesiones que habían sido incautadas por los nobles.

Lo de los castillos y fortalezas, como se ha dicho, era otro asunto. Se llegaron a derribar más de un centenar. La mayoría de los nobles abandonaron Galicia ante el futuro amenazador que se avecinaba para ellos. Especialmente aplaudida fue la marcha del conde de Lemos, que se refugió en su castillo de Ponferrada. Que uno de los grandes señores de Galicia, quizá el más poderoso de la época, no pudiera con el pueblo se vio como una gran victoria. Otros muchos rindieron sus propiedades sin enfrentarse a los ejércitos irmandiños, temerosos de correr la misma suerte que sus iguales ya vencidos. Es destacable señalar que la mayoría, a pesar de las derrotas iniciales, conservaron la vida. Como se ha dicho, los irmandiños no buscaban venganza, solo querían cambiar las cosas.

Durante dos años avanzaron por Galicia llevados por la fuerza de sentirse reafirmados por un pueblo que los jaleaba. Lamentablemente, el sueño irmandiño no duró mucho más tiempo. Los primeros problemas se dieron dentro del propio sueño. Que la hermandad estuviese formada por miembros que pertenecían a diferentes grupos sociales, desde el campesinado hasta la baja nobleza, posibilitó en un principio unir recursos, esfuerzos y perspectivas diferentes. Pero cuando llegó el momento de ponerse de acuerdo, fueron evidentes las realidades distintas que conformaban el movimiento y los puntos comunes parecían cada vez más lejanos.

El fin del sueño irmandiño

El castillo de Pambre es uno de los pocos que sobrevivieron
El castillo de Pambre es uno de los pocos que sobrevivieron. | amaianos, Wikimedia

Las razones que explican que los rebeldes no terminasen de hacerse con la victoria final, sin embargo, hay que buscarlas fuera. El principio del fin puede empezar a fecharse en 1468, cuando falleció el infante Alfonso provocando que Enrique IV se reconciliase con la nobleza. No tener el apoyo real complicaba las cosas. Los grandes señores gallegos, sintiéndose más validados de lo que se habían sentido en mucho tiempo, empezaron a preparar su retorno a Galicia.

Fue Pedro Álvarez de Soutomaior quien inició este movimiento de reorganización desde Portugal, auspiciado por otros nobles como Pedro Madruga, uno de los grandes responsables de la derrota de los irmandiños. A sus tropas, más preparadas que las que esperaban en Galicia, se sumó que tanto el rey de Castilla como el de Portugal apoyaran sus pretensiones de recuperar su posición en unas tierras que consideraba suyas. Según el pleito mencionado, la batalla de Balmalige, en las proximidades de Santiago de Compostela, fue la derrota definitiva.

Tiempo después, el conde de Lemos regresó a Galicia. Lo que antaño se había sentido una victoria se sintió con el mismo peso como una derrota. El gran señor se había marchado cuando los irmandiños ganaban, había vuelto cuando ya no había duda de que habían sido derrotados. Todavía hacia 1471 resistían algunos núcleos, como el de la mencionada Mondoñedo, pero no quedaba mucho tiempo de sueño revolucionario.

Como había sucedido en el caso contrario, no hubo sed de venganza por parte de los señores hacia el pueblo. Tal vez porque habían aprendido la lección, quizá porque era su manera de devolver la compasión que los revolucionarios habían tenido años antes, permitiendo que los señores derrotados conservaran su vida, o acaso porque no había otra manera de que estos nobles mantuvieran su posición que seguir contando con unos vasallos que trabajaran para ellos. Sea como fuere, aunque se hicieron con la victoria última, la situación en Galicia ya había cambiado.