Componedores, arreglando huesos con sentidiño

Comencemos esta historia con una onomatopeya que describe con acierto el objeto de nuestra narración, allá vamos: “¡ay!”. Eso era lo que se escuchaba hace tiempo, de forma repetida y constante, en ciertas casas de las diferentes comarcas gallegas. Un grito concentrado en un segundo, pues no duraba más el dolor ni la angustia. ¿Alguno de los aquí presentes ha escuchado hablar de los componedores de huesos? Ellos eran los responsables de este pequeño sobresalto que encogía el cuerpo un segundo y después, “¡ay!”, arreglado.

Estos componedores de huesos nunca tuvieron un título universitario, ni se anunciaban por otro medio que el boca a boca de sus vecinos, pero por sus casas han pasado cientos, ¡miles!, de personas a lo largo de los años. Este oficio nació con la curiosidad y la destreza de unos pocos y ha ido muriendo a medida que estos lo han hecho. Aquí empieza una nueva historia. Había una vez unas personas capaces de arreglar huesos con sus manos…

La sabiduría de antaño

Componedores de huesos

“¡Ay!”, se escuchaba en las casas gallegas, en un tiempo en que no se disponía de los conocimientos médicos que se tienen hoy. También hoy, cabe señalarlo, podrá escucharse si se afina el oído. Silencio, prestad atención, ¿lo oís? Claro, es que hay quien sigue confiando en aquello con lo que ha crecido, por una experiencia vivida en carne propia o por esas historias comunes que guardan las familias y las culturas compartidas. Los componedores siguen presentes en la realidad gallega, quizá no como antes, quizá sobre todo como un recuerdo, pero aún hoy están.

Hace ochenta, setenta, sesenta años, uno se torcía un tobillo en el campo de la aldea y los progenitores no acudían al fisioterapeuta: acudían al componedor de huesos. Entonces empezaba el ritual. Un pequeño examen de la zona lastimada, una distracción para que el dolor fuera más llevadero, un movimiento contundente, “¡ay!”, y problema resuelto. Todo volvía a estar donde y como tenía que estar. Los componedores han sido siempre reconocidos y queridos como un vecino más, incluso un poco más, porque se los quería desde la admiración de quien es capaz de arreglar lesiones con sus manos.

Ese es el verbo que debe emplearse, pues es el que empleaban ellos, cuando se trata de explicar este oficio: arreglar. Los componedores entendían de juegos de tendones, articulaciones y huesos. Aunque fuese necesario nacer con esta especie de don del buen tacto, la destreza se aprendía con los años, con el estudio de los recursos que tuvieran a su disposición, si es que tenían, y gracias, al fin, a muchas intervenciones. Si se les pregunta sobre el porqué de este oficio a los pocos que todavía quedan, o a aquellos que convivieron con los que estaban antaño, no ofrecerían otra explicación. Es algo familiar, heredado y trabajado.

Su sabiduría tenía que ver con la fisioterapia y la medicina, incluso con la veterinaria, pero no era exactamente nada de esto. Era anterior, más antiguo. Es difícil rastrear su origen, pero da la sensación de que nació con la primera curiosidad y necesidad del hombre, con la primera mala pisada, “¡ay!”, y las primeras anotaciones de quien entrecerraba los ojos buscando una solución. Pertenecían, estos componedores, a esos oficios ligados a la llamada sabiduría ancestral y popular, la antecesora de los estudios universitarios.

Tal vez no fuesen profesionales acreditados, en sus paredes no colgaba ningún título y recibían a sus doloridos paisanos en chándal o en bata, pero a ellos han llegado a recurrir personas dedicadas al difícil mundo de la competición deportiva. Por manos de los mejores maestros de la Costa da Morte han pasado grandes deportistas, nombres que aquí, con vuestro permiso, no se referirán. Pero las historias son verídicas y están ahí fuera, si alguno de los presentes quisiera investigar. Solo hay que empezar por rastrear al bruxo compostor

¡No se trata de magia!

Componedores de huesos

Pero este oficio no tiene nada que ver con la magia, ni tampoco es ninguna clase de milagro. A pesar de que muchos componedores sean conocidos de este modo, no, no son bruxos ni bruxas. Y los mismos que farfullan sobre oraciones y ungüentos mágicos no son más que caraduras, que dirían las vecinas de la tierra. Los buenos componedores no presumían de curaciones prodigiosas ni han cobrado nunca precios desorbitados. Al menos, no los que eran de fiar, esos que recomendaban de Ribadeo a Tuy, de Ferrol a Verín.

Cobraban la voluntad y no retenían al sufridor más tiempo que el necesario para lograr ese “¡ay!” que llegaba con el arreglo. Si estos componedores encontraban una lesión importante o sospechaban que el daño escapaba a su conocimiento, tiraban de sentidiño y enviaban en busca de un profesional con recursos y herramientas avanzadas. A veces las manos, por habilidosas que fueran, y esto lo sabían todos bien, no eran suficientes, un hecho que reconocían con honradez y sin vergüenza, quizá el secreto de la confianza que despertaban en sus paisanos.

¿Y qué pasó?, se preguntarán. Lo que ha sucedido con otros tantos oficios que necesitan del legado familiar para continuar: que el tiempo ha visto cómo se perdían. Los grandes componedores que han llegado hasta nuestros días empezaron a trabajar sus manos con apenas ocho o nueve años, en la casa familiar. Hoy es utópico imaginar un escenario así.

Los últimos componedores

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Quedan componedores, personas con manos sanadoras que siguen recibiendo, como se ha hecho siempre, vecinos en sus casas, pero son los menos. La mayoría han desaparecido: la edad, el paso del tiempo, el avance de la medicina moderna. El siglo XXI verá el final de un legado de mucho valor que tiene que ver con las prácticas de siempre, pero también, atended, con las relaciones entre vecinos. Se recuerda con cariño y admiración los nombres de quienes han tratado a cientos de personas, pero su herencia está condenada a perderse como tantas cosas que pertenecen a otra era.

Aunque hay quien sigue prefiriendo el buen ojo de los componedores que todavía viven. No son brujos, recordad, solo personas con una sabiduría empírica, mucha buena mano y conocimiento del ser humano. Quién sabe si no terminarán por dar un impulso inesperado, pues la buena tierra gallega siempre ha sido reacia a dejar marchar sus costumbres. Algo similar parece estar sucediendo con el oficio del sereno, el guardián de las calles de otro tiempo que algunos se empeñan en recuperar. Pero esa, amigos, es otra historia, así que os la cuento otro día.