'La hija del mar', la ofrenda de Rosalía de Castro a la Costa da Morte

Cuando Rosalía de Castro publicó La hija del mar, en el año 1859, tenía solo 22 años y ya en el corazón una tierra reconocida y amada, así como un mundo entero en su imaginación. A partir de estas emociones nació su primera novela y nacería todo lo demás, sus Cantares gallegos y sus Follas Novas, obras dedicadas a su Galicia natal, que fue musa y razón de ser de la escritora en la que se convirtió.

Galicia es también musa y razón de ser de este primer episodio de la serie narrativa Musas literarias, que se apropia de este concepto manido de “la musa” para hablar de las tierras que durante siglos han inspirado a los escritores y las escritoras. La hija del mar es un homenaje a los paisajes de Muxía y Finisterre, y a ese carácter de una comunidad de la que Rosalía escribió como pocos, siendo además una de las primeras en hacerlo.

Primeros y breves apuntes sobre una tierra evocadora

Espectacular atardecer en el Santuario de la Virgen de A Barca. | Shutterstock

La hija del mar podría haberse ambientado en pocos, muy pocos, lugares de España, porque pocos, muy pocos lugares de España tienen lo que tiene el carácter de Galicia. Ese aura mágico, evocador, misterioso y nostálgico que se ha romantizado hasta la saciedad. Un halo que permite hacernos creer en una muchacha que nació de las olas de un mar que, en la novela de Rosalía, como en la vida, es salvaje, impredecible y hermoso.

Como la naturaleza en sí misma, que despierta, en La hija del mar, de esta forma: “El alba asoma ya en el horizonte y blancas nubes esparcidas por el azul del firmamento se alzan pausadamente y como si saludasen la luz que les alumbra; después crecen y se ensanchan y forman la espesa y densa niebla que cubre los más elevados peñascos, y desciende después a la tierra. Pero el sol disipando los vapores de la mañana parece dar nueva vida a la naturaleza y que todas las cosas dormidas despiertan al tibio calor de los primeros rayos”.

Los amaneceres y los atardeceres han tenido siempre un peso especial en la literatura. El comienzo y el final de un día, ligados de manera inevitable al comienzo y el fin de las cosas, de las emociones, de las reflexiones, de los momentos vitales. En Galicia, el amanecer puede verse desde cualquier punto, pero el atardecer conduce directamente hasta el más citado de la geografía española: el atardecer del cabo Finisterre, del que Rosalía de Castro escribe sin descanso.

Con una pluma única, sabe también capturar el hechizo de esas noches gallegas en las que todo parece posible. “Era la noche clara y purísima, y tenía esa fría transparencia peculiar a las noches de invierno; iluminaba la luna la tierra con ese color pálido amarillento que suele confundirse con la primera luz del alba, prestando a las cabañas, a los montes y las llanuras cierto tinte fantástico que hacía aparecer grandiosa aquella árida naturaleza”.

En La hija del mar se siente el invierno, en la pausa y el paisaje, también en la desesperación de los personajes. Se siente asimismo la llegada de la primavera, con la que la escritura de Rosalía despierta y se llena de color: “Los ríos, los valles, las montañas, el cielo azul transparente y los lagos tranquilos que duermen a la sombra de los oscuros olmos, todo estaba cubierto de luz, todo bañado en las risueñas tintas con que la primavera halaga al mundo”.

Sirvan estas líneas para adentrar al lector en un viaje que en manos de Rosalía de Castro no puede ser más evocador e inspirador, más auténtico y natural, más intenso, hermoso y tan de verdad como esa Galicia que nunca dejó de amar y que, además, enseñó a otros a hacerlo.

Los lugares que componen La hija del mar

Paisaje de tierra y agua, en Muxía. | Shutterstock

La hija del mar se ambienta principalmente en Muxia, “un lugar árido, salvaje, inculto, país de nieblas”, como escribe la autora, poniéndose en el lugar de quien lo visita por primera vez.

Cuando los ojos son de quienes la habitan, entonces el discurso cambia: “Un viento fuerte y continuo que viene del mar arranca a veces, como árboles que troncha el huracán, las pobres chozas de los pescadores dejándolos expuestos a la inclemencia de las estaciones, y, no obstante, los hijos de aquellas riberas abandonadas y tristes aman su país, mucho más que los que viven en esas fértiles y risueñas campiñas de los climas del mediodía, a quienes regala la naturaleza con cuanto tiene de más hermoso. Ellos aman sus chozas arruinadas, sus lanchas sucias y con el olor de la brea y sus redes, que ellos mismos hacen y ven envejecer, dulces tesoros que no abandonarían por todas las bellezas de la tierra”. El amor por una tierra de quienes inventaron una palabra, la morriña, para hablar de cuánto la extrañaban.

Ese amor está presente en toda la obra de Rosalía. Esta autora sufrió lejos de su Galicia, como se advierte en sus obras posteriores, incluso aunque no siempre fuera feliz en esta. No debió pasarlo bien en Muxía, pues, sin ir más lejos, contrajo tifus y fue testigo del fallecimiento de una buena amiga a causa de esta misma enfermedad. La escritora, sin embargo, regresaría de nuevo a esta tierra para escribir La hija del mar primero y otros versos después, como si fuera su ofrenda particular a esa Virgen del santuario de Muxía que la acompañaría desde su juventud y hasta el fin de sus días.

Muxía y el santuario sagrado

El paisaje rocoso del santuario de la Virgen de A Barca forma parte de la leyenda. | Shutterstock

Viajamos hasta Muxia. Allí espera el peñón de la Cruz, uno de los lugares más referenciados en La hija del mar, descrito como un “peñón inmenso, parecido a un castillo feudal con sus almenas y sus torres”. Esta relación entre formación natural y construcción del hombre se mantiene en toda la obra: “gigantesco y sombrío como un castillo de la Edad Media”.

Aquel peñón negro y desnudo se levanta hasta las nubes, ostentando en su cima una cruz de piedra cubierta con la amarillenta corteza que el tiempo presa a las rudas masas de granito”, describe después. Quien hoy sube hasta lo alto del monte Corpiño, desde donde se obtienen unas vistas asombrosas del Atlántico y el pueblo de Muxía, encontrará esta cruz amarillenta. “Es, en fin, el Peñón de la Cruz, gigante que resiste las tormentas, que se burla del rayo que le hiere sin destruirle, que escala las nubes desafiando al cielo”, escribe Rosalía, con esa capacidad innata de dar vida a un paisaje estático, que parece no haber cambiado ni aun con el paso de los siglos.

Todavía en Muxía, tiene una especial importancia el santuario de la Virgen de A Barca, lugar que influyó enormemente en Rosalía en el tiempo que la escritora residió aquí. Muxía, de hecho, no se explica sin la relación con este rincón sagrado, todavía hoy protagonista de una rama del Finisterre después. Casi como si la propia Rosalía hubiera decidido los pasos a seguir: desde su Santiago natal hasta este rincón de la Costa da Morte. Cuenta la leyenda que la Virgen llegó aquí buscando al apóstol, en una barca hecha de roca, cuyos restos, según la tradición, son las piedras que componen hoy este paisaje.

“Teresa había ido a visitar la santa piedra, como allí la llaman, que se balancea pausadamente produciendo en su acompasado movimiento un ruido sordo y metálico que se escucha a larga distancia”, escribe Rosalía de una de sus protagonistas, que aparece balanceándose sobre la Pedra de Abalar, que significa oscilar, de 9 metros de longitud. Otras formaciones que también han recibido un nombre propio son la Pedra dos Namorados o la Pedra de O Temón, también muy populares, tanto entre los viajeros como en el folclore local.

Un sendero conduce desde aquí hasta el monte Corpiño. Otros muchos parten de Muxía hacia paisajes de ensueño, en la costa o en el interior. Rosalía describe uno de estos últimos caminos hacia un estanque: “había allí orillas misteriosas, las flores acuáticas flotaban entre las ondas perezosas como guirnaldas de las frescas diosas que habitan en tan deleitosos lugares”. Cuando Galicia se aleja del Atlántico se llena de una belleza diferente, igualmente sobrecogedora. Pero nos quedamos con el mar.

El fin del mundo en la obra de Rosalía

Acantilado de Finisterre y el Atlántico infinito ante él. | Shutterstock

El embravecido mar de Finisterre lanzaba sus verdes y espumosas olas contra los peñascos que rodean el antiguo santuario de Nuestra Señora de la Barca. Un sol de invierno, claro, pero frío, iluminaba aquellas montañas que, ya graníticas, ya arenosas, tienen siempre ese aspecto desolado y salvaje de las comarcas estériles, en cuya tierra no brotan jamás ni arbustos ni verdura”, escribe Rosalía.

Si un paisaje destaca de entre todos los que escogió para componer su primera novela, ese es Finisterre. Sin desmerecer el bello entorno de Muxía, la mística que a lo largo de los siglos ha acompañado este lugar es imbatible. Antaño considerado el fin del mundo, hoy todavía guarda algo de ese significado. Uno puede mostrarse a priori escéptico, pero cuando se planta ante estos acantilados se empapa de todo esto como si realmente fuera una herencia de nuestros antepasados, como si estuviéramos destinados, como especie, a sentir fascinación, y temor, por este Finis Terrae.

Rosalía empieza hablando de Finisterre así: "Si Byron, ese gran poeta, el primero sin duda alguna de este siglo, hubiese posado sobre el desnudo cabo de Finisterre su mirada penetrante y audaz, hubiéramos tenido hoy tal vez un cuadro más en su Manfredo, o algunas de aquellas grandiosas creaciones inspiradas bajo el sereno cielo de la Grecia, y con la cual haría ver al mundo que hay en este olvidado rincón de Europa paisajes dignos de ser descritos por aquel que era el más grande de los poetas".

El acantilado de Finisterre asciende desde los islotes de O Petonciño y A Centola hasta el monte de O Facho, que con sus 242 metros corona el lugar. Desde aquí, “el mar se divisa más irritado y soberbio, las olas se estrellan bramadoras contra las rompientes y los bajíos, formando torrentes de espuma que saltan a una altura inmensa, cayendo después como una lluvia de perlas”. “Finisterre es la última sonrisa del caos del hombre asomándose al infinito”, escribiría un siglo más tarde el también gallego Camilo José Cela. Su popular faro se construyó apenas unos años antes de que Rosalía tuviera oportunidad de maravillarse con sus formas, a las que seguiría dedicando versos como si nunca hubiera dicho suficiente.

El mar que lo condiciona todo

Tradicional secadero de congrios al aire libre. | Shutterstock

La tradición marinera de Muxía y Finisterre también viene de siglos atrás. Todavía hoy, el Mercado Marinero de las Rutas del Mar es una de las fiestas más populares de la primera localidad, organizada para festejar esta cultura marinera de la que han nacido desde platos gastronómicos hasta oficios centenarios. Tal es el caso de los secaderos artesanales de congrio, los últimos que quedan en Europa.

Muxía, así como Finisterre, no se explica sin sus marineros, a quienes la escritora gallega también dedica muchos de sus versos. “El soldado perece, y cien poetas cantan su heroica muerte, el recuerdo de su valor vuela en alas de la fama y sus cenizas son respetadas, pues las guardan los mármoles del obelisco: pero a la muerte del marino sigue el silencio más profundo. Nadie canta su valor, ni nadie puede contar sus últimos momentos, los más llenos de desesperación y más horribles que existen en la tierra”, escribe en el más sentido de todos ellos.

No hay solo sentimiento, sin embargo, en La hija del mar. Hay también un afán por recoger su día a día, su manera de relacionarse unos con otros y la vida que conceden a las localidades a las que arriban. “Los unos en pos de los otros, el cuerpo inclinado hacia atrás y los anchos pies hincados fuertemente en la arena de la playa, parecían nuevos Hércules dispuestos a combatir con los elementos”, describe en otra ocasión.

“El paso del marino sobre la tierra es como el de las águilas de los Andes, que sólo descienden un instante sobre las cumbres para dirigir de nuevo su vuelo a la región de las nubes. Perdonadle, pues, que cuando llegue a la playa, beba y jure y se apresure a ser feliz aun cuando no sea más que un solo día”, escribe, quizá tratando de que el mundo comprenda y perdone sus defectos.

Mar embravecido en Muxía. | Shutterstock

Este “desolado rincón del mundo” ha visto cómo la tragedia se presentaba una y otra vez en sus costas. “En otros tiempos se creía, y aun hoy se cree, que aquellos lugares están malditos por Dios”, escribe la autora, pues “numerosas embarcaciones han sido allí juguete de las olas irritadas, y como ligera pluma desaparecieron en un instante de la superficie de las aguas, sin que el mar arrojase a la playa el más pequeño resto que indicase más tarde la pasada tormenta y el triste naufragio”.

30 años más tarde de la publicación de La hija del mar, se produjo una de las mayores catástrofes que se recuerdan, todavía hoy asentada en la memoria colectiva de este lugar donde “lloran las olas y los vientos”. El naufragio del HMS Serpent, un buque inglés, propició que los diarios británicos popularizasen esta zona como Coast of Death: la Costa da Morte. Los fuertes vientos desviaron la trayectoria del barco, que embistió contra Punta do Boi de Camariñas. Esa noche perdieron la vida 173 personas. “Aquello es una lucha sin término, una ira que no se calma, unos aullidos que nunca cesan, una babel, en fin, de lenguajes desgarradores que lastiman y no se comprenden”.

Rosalía nunca quiso eliminar los defectos de este lugar. Más bien al contrario, se esforzó por mostrar sus contradicciones, por explicar cómo este carácter complejo determina el de los personajes que creó para su historia. “Todo aquello era hermoso, todo melancólico a pesar de que no divisaba en aquel vasto paisaje ni árboles, ni arroyos, ni la más desdichada flor silvestre”, escribe, sobre los vacíos y la plenitud que aquí se experimenta, que empapa a todos sus personajes y también a todas aquellas personas que lo visitan, todavía hoy en día.

Con la plenitud, la belleza y la inmensidad queremos concluir, citando de nuevo un verso de Rosalía, que puede hacer las veces de resumen de La hija del mar y de la tierra que la inspiró: “La mirada puede alcanzar hasta una inmensidad sin límites, severa y uniforme, el cielo y el mar se confunden, en el lejano horizonte formando un solo cuerpo y en una sola línea, y el pensamiento se lanza allá donde no puede alcanzar la mirada y gira en un mundo que desconoce pero que adivina”.