'Cañas y barro': el pueblo del agua y la Albufera del siglo XX

A Vicente Blasco Ibáñez le interesaban las historias del pueblo, la vida corriente de la gente corriente, sus preocupaciones, rutinas y desempeños. Político, periodista y escritor, hizo del pueblo su centro temático y de la Comunidad Valenciana el escenario de estas narraciones. Para escribir de la Albufera, lugar protagonista de Cañas y barro, se trasladó durante veinte días a vivir a la laguna más famosa de España. La abandonó después de contraer unas fiebres, pero el tiempo que pasó en ella fue suficiente para entender sus particularidades.

La representó de forma realista y con virtusismo. A pesar de sentir fascinación por este lugar, no cayó nunca en la trampa de romantizar sus idílicos paisajes y un entorno que, sobre todo hoy, puede considerarse bucólico. Así que nos dejó un bello y muy realista retrato de la Albufera del siglo XX. Un lugar que todavía puede reconocerse aunque, a pesar de los deseos del personaje más representativo de la novela, haya cambiado.

La Albufera valenciana del siglo XX

La Albufera valenciana
Paisajes de la Albufera valenciana. | Shutterstock

La Albufera es uno de los humedales más importantes de España. En sus 21 120 hectáreas se encuentran realidades diferentes, pero la que Blasco Ibáñez buscó retratar es aquella que vivió atrapada en sus aguas. La comunidad de El Palmar no se explica sin el lago. Todo lo que existía al margen de este se presentaba como un mundo desconocido y ajeno. De Valencia, en Cañas y barro, se habla como “una ciudad misteriosa y fantástica para aquellos chiquitines criados en una isla de cañas y barro”. La Albufera se encuentra a apenas diez kilómetros de Valencia, pero esta se sentía entonces un mundo completamente marciano.

Lo que no significa que la Albufera se presente, en ningún caso, como el lugar ideal. Al contrario de idealizar sus formas, lo que hace Blasco Ibáñez es exponer sus defectos y denunciar la pobreza que este mundo único llevaba consigo. Único porque sus habitantes rara vez se planteaban que hubiera algo más allá, a pesar de las difíciles condiciones de vida. A pesar de la miseria, el barro y la escasez, condiciones que eran entonces aceptadas desde la certeza tranquila de no poder aspirar a algo mejor.

El mundo único de la Albufera

Puerto de El Palmar
Puerto de El Palmar. | Shutterstock

Leyendo hoy Cañas y barro es evidente que muchos de los personajes encuentran en esa vida dura una obligación. Hay que vivir así porque siempre se ha vivido así, porque no se puede vivir de otro modo. Trabajando mucho, ganando poco, teniendo menos. Cuando el joven Tonet, el nieto del Tío Paloma, es enviado a la guerra de Cuba, con todos los riesgos que eso conlleva, su familia acepta que así sea porque quieren que se convierta en un hombre. “Y si moría, un vago menos”, llega a leerse. La vida es la que es, el mundo es el que es.

En la Albufera, la vida era la que era. Los protagonistas de Caños y barro viven en El Palmar, una isla “insana y retrasada”, hoy rodeada de campos de arroz y huertas. Blasco Ibáñez retrata a sus habitantes como personas que se saben desgraciadas, pero siempre desde el inmovilismo: “Eran hijos del lago, tranquilos en su miseria”. Entre la resignación y el desconocimiento, aceptan lo que tienen, “y al emprender el último viaje, cuando los llamase Dios, podrían llegar perchando hasta los pies de su trono, mostrándole al Señor, a falta de otros méritos, las manos cubiertas de callos como las bestias, pero el alma limpia de todo crimen”, escribió el autor.

Especialmente en lo que respecta a los mayores del lugar, porque en jóvenes como Tonet empiezan a intuirse los aires de cambio. Ya no encuentra en la Albufera la madre que sí ve su abuelo. Solo puede seguir el amor de su antepasado de niño, cuando la fascinación por los paisajes y la libertad puede más que el sacrificio y el esfuerzo que implica sobrevivir en estos. Tonet pronto comprende el aislamiento en el que viven, la falta de posibilidades a la que están condenados. La desesperación que lleva a la tragedia a muchos personajes y esa miseria tranquila que caracteriza a otros.

Animales fantásticos y dónde encontrarlos

La Devesa
La Devesa. | Shutterstock

El realismo y el naturismo son los estilos literarios que Blasco Ibáñez escogió para su producción literaria. Predomina también en Caños y barro, de forma tan marcada que resulta más evidente aún la manera en la que habla de buena parte de los animales que pueblan la Albufera, quizá para concederle algo del romanticismo que le niega en lo más importante. Así, encontramos la historia de la serpiente Sancha, que fue mascota y verdugo de un importante personaje de tiempos pasados. La Devesa que separa la laguna del mar está poblada de “toros salvajes” y en las aguas del lago, lo sabe todo el mundo, se esconde una enorme nutria retratada casi como un animal mitológico. Son los únicos momentos en los que Blasco Ibáñez se permite transgredir un poco la realidad.

El pueblo de la laguna

El Palmar
El Palmar. | Shutterstock

“Como todas las tardes, la barca-correo anunció su llegada a El Palmar con varios toques de bocina”, se lee en las primeras páginas, que sirven como un resumen perfecto de lo que es el día a día en El Palmar. Cañas y barro es un libro de valor porque, como hiciera la posterior serie homónima, sirve como aproximación a la forma de vida de este lugar. Emplea para ello una de las máximas en la literatura: no cuentes, muestra. Blasco Ibáñez no enumera detalles característicos: los introduce en la narración de tal forma que pasan a formar parte de la historia como un elemento más.

Así el lector llega a conocer episodios reales. Por ejemplo, que en 1885 El Palmar sufrió un gran incendio por el que la mitad del pueblo quedó destruido. Fue entonces cuando buena parte de las barracas se sustituyeron por casas de ladrillos, dando un paso hacia la modernidad que les alejaba de la vida del lago y les acercaba a la ciudad. “Las barracas de paja se convirtieron rápidamente en cenizas, y sus dueños, queriendo vivir en adelante sin miedo al fuego, construyeron edificios de ladrillo en los solares calcinados empeñando muchos de ellos su escasa fortuna para traer los materiales, que resultaban costosos después de atravesar el lago. La parte del pueblo que sufrió el incendio se cubrió de casitas, con las fachadas pintadas de rosa, verde o azul”, escribe Blasco Ibáñez.

Tradiciones propias

Pescadores en la Albufera
Pescadores en la Albufera. | Shutterstock

También el vocabulario típico del lugar está presente. El lector aprende, así, que “la verdadera Albufera” era el lluent, el lugar libre de plantas donde el agua brilla, donde se muestra “luciente”, que es la traducción de la palabra. Aprende también otras: la percha es el objeto en forma de pértiga que se emplea para hacer avanzar las barcas y los mornells son las bolsas con las que se pescan las anguilas. All y pebre es el guiso típico de El Palmar, y lleva como ingredientes ajos, pimientos, guindillas, pimentón, patatas y las ineludibles anguilas.

El día grande es el segundo domingo de julio, cuando se celebra el sorteo de redolíns. Esta tradición se mantiene desde hace siglos y posibilita que todos los habitantes de El Palmar tengan acceso a la pesca en el lago, turnándose año a año los diferentes tramos de este. La alegría y la decepción por tener los mejores y los peores puestos se refleja bien en Cañas y barro.

Otras celebraciones están presentes, como las fiestas de Navidad, a las que se concede gran importancia. También sabemos de la arrastrà, la gran pesca de final de temporada que dice algo, además, de la comunidad que históricamente ha sido la Albufera. Una comunidad que ha sabido organizarse y entenderse, independientemente de los problemas individuales. Una comunidad que ha vivido siempre por y para el agua, de lo que esta quiera darle.

La gente de la laguna

Campos de arroz en la Albufera
Campos de arroz en la Albufera. | Shutterstock

“El que se criaba en aquella laguna, bebiendo su agua de barro, podía ir sin miedo a todas partes: estaba aclimatado”, se puede leer en otra ocasión, captando enseguida lo especial de estas gentes que se han criado a medio camino entre el agua y la tierra. “La humedad de la Albufera parecía habérsele filtrado hasta la médula de los huesos”, continúa. Uno no puede crecer en un lugar así, en una época así, sin que se le quede en los huesos.

El escritor valenciano retrata a este pueblo como un pueblo que sabe de su desdicha. La historia de Cañas y barro es la historia de quien es completamente consciente del lugar donde ha nacido, donde vivirá y donde seguramente morirá, y entonces aprende a amar ese lugar en parte por imposición, por ser lo único que tiene. Y en parte por costumbre, porque se aprende a amar los espacios en los que vives. Pero nunca terminan de valorar realmente sus singularidades porque, ya que más allá de la libertad que acompaña a esta laguna salvaje y de su innegable belleza, las virtudes parecen haber huido de esos paisajes.

Por eso algunos, los más despiertos, los que miran al futuro, buscan una salida: “Más valía ser labrador que vivir errante en el lago”. Un conflicto planea durante toda la novela: el que surge entre quienes quieren mantenerse fieles a la supervivencia en la laguna (de nuevo, por imposición, costumbre o ignorancia) y quienes quieren evolucionar hacia tiempos y escenarios mejores. Matar las aguas para vivir en la tierra, “convertir en tierra laborable lo que era agua, hacer surgir cosechas donde coleaban las anguilas entre las hierbas acuáticas”. “Batallar con el lago”, resume el escritor.

El hombre de la Albufera

Barquero en una puesta de sol
Barquero en una puesta de sol. | Shutterstock

A todos aquellos que rechazan la laguna se enfrenta especialmente el hombre que, mimetizado con la Albufera, es el personaje más diferencial de toda la novela. Uno que siente verdadero amor por el lugar que habita. La del Tío Paloma es una miseria apasionada, no tranquila. Es un “hombre de agua, orgulloso de serlo”, en completa consonancia con el entorno en el que vive, presumiendo siempre del “amor profundo que sentía por su madre la Albufera”. Pero ni siquiera a través de sus ojos se romantiza la laguna, porque su amor no elimina los defectos, solo los asimila como inevitables.

En el Tío Paloma, además, vive la reticencia al cambio, ese rechazo vehemente a aquellos que quieren vivir en la tierra y no en el agua, como sucede con su propio hijo. Este anciano recuerda y busca desesperadamente “las ruinas de la muerta Albufera”, lo que queda de lo que un día amó antes de que fuera quedando poco a poco destruida por la “voracidad de los hombres modernos”.

El presente y la belleza que encontró Blasco Ibáñez

La Albufera y Valencia de fondo
La Albufera y Valencia de fondo. | Shutterstock

La Albufera sigue viva, pero la laguna retrocede. Los pescadores de El Palmar siguen disputándose las zonas en las que capturar las anguilas, que son todavía un alimento indispensable, y siguen desplazándose por el lago y sus canales como quien camina por tierra firme. Las condiciones de vida han mejorado, apenas quedan barracas en pie y ninguna de ellas se usa ya como vivienda. Cada vez hay más arroz, algo que horrorizaría al Tío Paloma y los que, como él, vivieron otros tiempos. ¿Evolución o abandono?

Lo que no cambia es la belleza. Blasco Ibáñez no se entretuvo en ella, pero la observó igualmente. Así dejó bellas descripciones de esos paisajes en los que supo ver algo más que una bonita puesta de sol. Con ellos terminamos, con la Albufera de noche: “La luz bajaba hasta el fondo del lago. Veíase el lecho de conchas, las plantas acuáticas, todo un mundo misterioso, invisible durante el día, y el agua era tan clara que la barca parecía flotar en el aire, falta de apoyo”. Y con la Albufera de día, “que aún parecía más salvaje a la luz del sol”.