El atardecer de la Albufera, el pequeño mar de Valencia

Antes de llegar a la Albufera lo imaginaba todo color sepia. Es lo que tienen las ficciones, que son capaces de crear imágenes muy concretas de un escenario, incluso de los escenarios emocionales. El Embarcadero, la serie de Movistar Plus+, me había dejado con la sensación de que en ese rincón valenciano iba a encontrarlo todo pasado por un filtro ocre. No fue así. Es lo que tienen las ficciones: que no son la realidad.

Sí encontré, en cambio, la Albufera evocadora que me había llevado hasta ese momento. Porque si yo estaba allí era porque esa ficción me había hecho sentir que en ese humedal podían suceder historias dignas de llevarse a la pantalla, por su belleza o por su significado. No me sucedió nada significativo. Nada digno de inmortalizar, pero es todavía uno de los lugares más sugestivos en los que he estado y estoy convencida de que, sí, en la Albufera suceden cosas. Y no era todo sepia: era mejor. Sobre todo al atardecer.

El ritmo de las cosas en la Albufera

Puerto de Catarroja al amanecer
Puerto de Catarroja al amanecer. | Shutterstock

De entre todos los municipios que conforman el Parque Natural de l’Albufera, seguramente El Palmar sea el más popular. En las 21 000 hectáreas de humedal se encuentran otras doce localidades, cada una con su propia idiosincrasia. De haber tenido una semana a mi disposición las habría recorrido todas con la emoción de quien está visitando algo completamente único, porque eso es lo que transmite ese lugar en su conjunto.

Ya antes de aparcar, recorriendo las carreteras del parque, pensé que todo era agua, arroz y campo. Es un entorno rural que ha olvidado por completo, creo que adrede, que a diez kilómetros al norte se encuentra la tercera ciudad más habitada de España. Frente a la jungla que en ocasiones es el entorno urbano, la Albufera es un mar de calma y tranquilidad donde la vida transcurre lenta, más consciente. Supongo que solo de esa manera puede llegar a hacerse la paella más sabrosa que he comido en toda mi vida.

Como la imagen que más fuerte había pegado en mi cabeza era la de aquella idílica casa blanca que había mostrado El Embarcadero, salí en su búsqueda. No encontré lo que esperaba, una vez más, pero encontré lo que "era" realmente. Las barracas valencianas me parecen quizá las construcciones más bucólicas y hermosas de nuestra geografía. Algunas de las imágenes que forman, entre el agua, el arroz y el campo, son de postal. Sobre todo, de nuevo, al atardecer.

Lo que el viajero aprende antes de un atardecer

Barraca típica valenciana
Barraca típica valenciana. | Shutterstock

Aquel día la Albufera me enseñó algo de las expectativas. Pero sobre todo reaprendí eso de que hay que valorar las cosas por lo que son y no por lo que creemos que van a ser. Todo se ve diferente cuando no hay una cámara de por medio. Cuando te enfrentas al horizonte de arrozales o de agua con los colores reales del mundo, que pueden no ser ocres porque el cielo está encapotado o que pueden estar, incluso, pasados por agua. Las cosas son lo que son y la Albufera es diferente a como la imaginaba, lo que no significa en absoluto que sea menos hermosa de lo que se muestra en la pantalla. Desde luego es mucho más auténtica, más de verdad. Agua, arroz y campo.

El puerto de Catarroja ofrece uno de los paseos más bonitos. La imagen de las albuferencas descansando sobre las aguas no se me va a olvidar, como no se me olvidará la primera imagen de las góndolas de Venecia. Las comparo porque así lo siento. Se queda también grabado en mi memoria el hombre que pasa en un carro tirado por un burro. Allí me digo que pertenece a otra época, y después me digo que no, que pertenece al presente de la Albufera, y que no soy nadie para cuestionarlo o juzgarlo. Hay mosquitos, hace de pronto mucho sol, la humedad es pegajosa, y no juzgo, porque eso es lo que es y me digo otra vez que es uno de los lugares más auténticos en los que he estado y en los que seguramente jamás estaré.

La Albufera debe recibir turistas a montones. Simples curiosos, como yo, otros interesados en el valioso ecosistema del humedal. Las barcas están preparadas para llevar turistas inquietos y los barqueros para responder las mismas preguntas de siempre, porque todos nos hacemos las mismas preguntas. Es inevitable. Los albufeirense las contestan con amabilidad, conscientes seguramente del interés turístico, también científico, que suscita ese lugar. Hay mucho turismo y la Albufera está preparada para recibirlo, pero no vive para ello o no da esa sensación. Es lo que es porque lo es, no se ha transformado para serlo más, para interesar más, para ser el escenario perfecto de una serie de televisión.

Atardecer en la Albufera
Atardecer en la Albufera. | Shutterstock

Es un oasis que existe al margen de Valencia y al margen del mundo, eso aprendí. Empezó a formarse hace un millón de años, hasta que terminó siendo ese pedazo del Mediterráneo separado de este por una lengua de tierra. También aprendí que su nombre proviene del árabe andalusí: al-buḥayra, que significa pequeño mar. Cuando en los meses de invierno las aguas cubren la mayor parte de superficie del humedal, es lo que parece. Es lo que es. Y es algo más, también, algo diferente. Un pequeño mar de agua dulce donde cada año se posan más de 300 especies de aves. Lo entiendo: quién querría perderse la Albufera.

Quién querría perderse su atardecer. Me sale solo, todavía allí, decir que es el más bonito de España, pero me revuelvo incómoda ante esa idea, porque no me convence del todo. España tiene unos atardeceres bellísimos, pienso, y recuerdo especialmente el de Fisterra, el atardecer del fin del mundo. Entonces encuentro la clave. Si aquel, el del oeste, es el del fin del mundo, quizá este sea el del comienzo.