Bandoleros gallegos, legendarios héroes criminales

Al otro lado de la península, en el extremo contrario a Catalunya y trazando un triángulo con esta y Andalucía, Galicia es otro escenario que se debe repasar cuando se trata de rescatar historias, anécdotas, crímenes y leyendas de los bandoleros que en siglos pasados llenaron los caminos de todo lo anterior. Los bandoleros gallegos también tuvieron su manera propia de hacer las cosas. Para empezar, fue un bandolerismo más violento, por lo indiscriminado de sus actos, y menos romántico, porque muchos no optaron por los montes sino por la vida pública de los pueblos. Parecían tener este como un oficio cualquiera al que dedicarse al salir de casa, casi como una jornada laboral.

Durante siglos se sucedieron los nombres y las historias. Y cuando se acabó con el último bandolero no pasaría demasiado tiempo hasta que surgió otro tipo de actividad de crimen y leyenda: el contrabando. Este tomó métodos y caminos de estos forajidos para perfeccionarlos, aunque ellos lo hicieron con la casi absoluta complicidad de los vecinos. El objetivo, tanto en uno como en otro caso, solía ser el mismo: sobrevivir un día más.

Sobrevivir un día más

Artillero de los Voluntarios Realistas
Artillero de los Voluntarios Realistas. | Revista de Historia Militar, núm. 42, Wikimedia

El bandolerismo gallego fue un bandolerismo de supervivencia, por eso, sobre todo, robaban comida y ropa a quienes asaltaban. No estaban tan interesados en los beneficios monetarios, en lo fácil de enriquecerse con esta actividad, como en subsistir con lo que tuvieran a mano. Los bandoleros pertenecían a las clases más bajas de una sociedad que pasaba hambre, que no tenía oportunidades y que estaba a merced de los continuos conflictos políticos, que les afectaban especialmente cuando desembocaban en guerras.

Ahí está otra vez el inicio del siglo XIX para ejemplificar esto. En toda España se luchó, pero en Galicia especialmente el pueblo se levantó contra el ejército de Napoleón. Las guerras carlistas posteriores contribuyeron también a que los caminos se llenasen de partidarios del archiduque que cometían todo género de delitos. Con esta situación, como ya se ha reflexionado anteriormente, lo sencillo era aceptar esta vía criminal para vivir.

Los bandoleros gallegos se asociaban en cuadrillas, allí llamadas gavillas, que facilitaban la eficacia de los asaltos. Actuaron sobre todo en torno a las poblaciones rurales. Estudios de X.R. Barreiro y Beatriz López explican que prácticamente la mitad de los curas asentados en pequeños templos fueron robados al menos una vez por estos grupos criminales. Salteaban a quienes transitaban los caminos, pero también preparaban golpes en los pazos o los rectorales, incluso en casas de campesinos cuyas aspiraciones tampoco iban mucho más allá de la supervivencia. Llegaron a asaltar cárceles, como las de Monforte de Lemos y Chantada, para liberar a sus compañeros presos.

Como practicaban la violencia sin miramientos, pronto se ganaron la opinión contraria de la sociedad. Así, ya en los primeros tiempos los vecinos se armaron para pelear por su cuenta, incluso se organizaron para llevar a cabo rondas nocturnas que permitiesen la vigilancia de sus propiedades. En el año 1823 se creó el primer cuerpo de voluntarios, los Voluntarios Realistas, para combatir sus ataques. Lucharon durante todo el siglo XIX, pero no fue hasta principios del XX cuando finalmente empezaron a sentir una victoria.

Muchos crímenes, pocas leyendas

Ilustración de Xan Quinto
Ilustración de Xan Quinto. | Ilustración del libro Los Españoles pintados por sí mismos, Wikipedia

Son muchos los nombres que pueden rescatarse de estos años de fechorías, sobre todo gracias a estudios como los de la mencionada Beatriz López. Así, se sabe que José Otero López, Riotorto, actuó en la provincia de Lugo, entre Mondoñedo y Abadín. Manuel de Veiga, Pesqueiro, y Manuel Fernández, Sequeiro, se movieron por Vilameá, en Ourense. Muchos transitaron esa frontera difusa con la vecina Portugal, como antecedente del contrabando que vendría después.

Francisco Pardal fue una de las figuras más conocidas de su época. Su centro de operaciones estaba entre Lourenzá y O Valadouro, de nuevo en los indomables montes lucenses. Su manera de operar obedeció a la violencia indiscriminada. Por esta razón, a la gavilla que lideraba la persiguieron los Voluntarios Realistas con tanto ahínco que terminaron por desarticularla, en una de las pocas victorias que pueden contar en su haber. En el año 1832 acabaron con la vida de Pardal. Un problema menos, pero todavía quedaban.

En la cuadrilla de Xan Quinto, otro de esos nombres que han pasado a la historia, tuvo bastante peso la leyenda, aunque también hubo crímenes. Este bandolero robaba especialmente a quienes llevaban encima cantidades grandes de dinero, como buhoneros o recaudadores. Se decía que tenía compasión por la gente pobre, por eso, aunque no dejaba de robarla, prometía devolver el dinero saqueado, incluso con intereses. Con una claúsula, en cualquier caso: sería así siempre y cuando el asaltado no reaccionase de manera violenta al asalto. Era un personaje curioso que ha pasado a la historia, en parte, por sus excentricidades.

Aunque sin duda el nombre más famoso es otro. El de una mujer, concretamente. Pepa la Loba fue la bandolera más popular de su tiempo. Nació en el año 1835, en el seno de una familia empobrecida. Desde bien niña trabajó en el campo, donde se ganó su apodo al enfrentarse a un lobo y vencer, según reza la historia popular. Pronto se quedó huérfana, tras fallecer su madre y con un padre que nunca la reconoció como hija. Marchó a vivir con su supuesto tío paterno, pero este fue asesinado pocos años después, cuando ella todavía era una adolescente. La guardia consideró que la joven era la culpable del crimen y entonces la encarceló. Contaban las malas lenguas que, en realidad, el autor del asesinato había sido su propio padre.

Podría decirse que Pepa la Loba se hizo bandolera obligada por las circunstancias en las que se desarrolló su vida, pues cuando salió de la cárcel, llevada por el dolor y la ira, acometió su venganza y después se marchó a los montes. Allí montó una cuadrilla con la que se dedicó a perseguir a criminales y personas que abusaban de su poder. Con ella puede comprenderse bien por qué con los crímenes conviven también la leyenda y la fascinación por estas figuras.

Del bandolerismo al contrabando en el siglo XX

Los montes de Lugo son también un escenario perfecto para los crímenes y las leyendas
Los montes de Lugo son también un escenario perfecto para los crímenes y las leyendas. | Shutterstock

Los bandoleros gallegos pervivieron hasta el siglo XX, aunque fueron perdiendo fuerza a medida que la centuria anterior avanzó. La última gran figura fue la de Mamed Casanova, conocido como Toribio. Probó el sabor de la cárcel a los 17 años y pareció gustarle, porque desde entonces no cesó de cometer delitos, mientras el mito se iba forjando a su alrededor. Las historias que protagonizaba copaban las conversaciones diarias y también los periódicos. Desde motines en las cárceles que ocupó hasta fugas, pasando por un traslado a una prisión en una isla, donde no pudiera armar tanto jaleo.

Casanova era un agitador con don de gentes. El pueblo decía de él que tenía una fuerza y una inteligencia sobrehumana, y así pasaban por alto sus crímenes para admirar la leyenda que estaban construyendo ellos mismos, en tiempo real. Parece que el bandolero terminó creyéndose su propia historia y terminó sus días en el anonimato, empobrecido y con la salud mental deteriorada.

Lo retrató años más tarde José Ramón Valle-Inclán, demostrando una vez más que estas figuras no hubieran sido lo que son hoy en día si no hubieran tenido esa atención constante del pueblo y el arte. No pasarían demasiados años hasta que los gallegos encontrasen otras a las que admirar: los contrabandistas, que tomaron ciertos elementos de estos bandoleros y se convirtieron, ellos casi por completo, en los legendarios héroes criminales de un pueblo que seguía estando hambriento, empobrecido y abandonado.