Andalucía, el perfecto escenario para los bandoleros

Con los bandoleros sucede un poco lo que sucede con los piratas que entregaron su vida al mar, o con los contrabandistas que cruzaron fronteras en tiempos difíciles. Son una figura que se ha romantizado por todos los elementos que la rodean, empezando por el misterio de su identidad y sus motivaciones. La ambigüedad de sus actos. El actuar bajo la luz de la luna, el vivir perdidos entre montañas, el enfrentarse a una autoridad que no siempre estaba del lado del pueblo.

Durante siglos la percepción de estas figuras se movió entre la fascinación y el temor. Entre la aceptación, cuando sus actos respaldaban a las clases bajas, y el rechazo, cuando estos tenían consecuencias negativas. Porque la imagen del bandolero que velaba por sus convecinos, esa especie de Robin Hood con quien a veces son equiparados, es solo una verdad a medias. En la mayoría de los casos estos bandoleros pactaban con el pueblo para garantizar su propia seguridad, no a partir de la caridad o el altruismo. Hay excepciones, pero sobre todo una certeza: la literatura, el arte y las obras audiovisuales, tiempo después, se encargaron de ensalzar unas figuras con más sombras que luces.

Hubo nombres importantes en tiempos de bandoleros. Especialmente en un siglo XIX que comenzó con la Guerra de la Independencia Española, esa en la que el pueblo necesitó alzarse en armas contra los franceses. Muchos de los que se echaron al monte para combatir a las tropas de Napoleón ya no regresaron nunca. Algunos surgieron como resultado de combatir en otra de las guerras que caracterizaron el siglo XIX. Tras quedar su vida partida en dos, se lanzaron el bandolerismo. Otros vieron en el asalto de caminos la mejor manera, quizá la única, de hacerse con el sustento necesario para sobrevivir. También hubo quien se decantó por la violencia que exigía esta actividad por ser la vía fácil para seguir adelante.

Cada cual tenía sus razones, pero en todos se perciben denominadores comunes, sobre todo en aquellos que coincidieron en un espacio, como va a verse. Este primer episodio de Bandoleros, crimen y leyenda en las montañas se centra en territorio andaluz, quizá el escenario ideal para entender estos dos factores: el crimen y la leyenda.

El bandolerismo andaluz

Algotocín, uno de los pueblos de la Serranía de Ronda, donde se aprecia bien cómo es este territorio
Algotocín, uno de los pueblos de la Serranía de Ronda, donde se aprecia bien cómo es este territorio. | Shutterstock

Son varias las causas que pueden explicar la existencia de bandoleros en la Andalucía del siglo XIX, aunque no fuera un fenómeno exclusivo de esta agitada centuria. La práctica del bandolerismo en Andalucía se remonta hasta los albores del tiempo, cuando Sierra Morena era, para los antiguos, el Monte Mariani. Lo que cambió en esos primeros años del XIX es que los estos se multiplicaron, en primer lugar por esa lucha patriótica contra los franceses. Las guerras que siguieron a esta, la miseria, el hambre que sufría la población, la falta de oportunidades laborales y por tanto económicas, y una arraigada tradición latifundista que empobrecía aún más al campesinado hicieron el resto.

La propia tierra facilitaba la tentación de abrazar esas sombras. Esos caminos que atravesaban las provincias de Sevilla y Córdoba, los que recorrían Osuna o Estepa, la Serranía de Ronda, la mencionada Sierra Morena, Despeñaperros… Andalucía era un escenario idóneo. Los bandoleros sorprendían a los viajeros en los senderos, a los habitantes de los pueblos aislados en las montañas y también a los propietarios de los grandes cortijos de la zona. Este escenario salvaje y osado contribuyó a generar un aura de romanticismo a su alrededor, imaginando a estas figuras rebeldes entre grandes bosques, durmiendo al amparo de la naturaleza y las estrellas, enfrentándose a la ley.

A los gobernantes no les hacía ni la mitad de gracia de la que le podía hacer al pueblo o a los artistas. Así que Fernando VII mandó crear una milicia especial que persiguiera y combatiera a estos bandoleros en territorio andaluz. Se hicieron llamar migueletes, en referencia al tipo de arma que usaban, un fusil que funcionaba por un mecanismo conocido como llave de rastrillo o llave de Miguelete. Los migueletes hicieron lo que pudieron, pero nunca fue suficiente. Se necesitaba algo más para detener a estos bandoleros conocedores como nadie del terreno en el que se movían y con el pueblo generalmente de su lado. No porque fueran los salvadores o justicieros de estos, más bien porque siempre tenían un soborno del que echar mano. O porque su propia figura constituía una amenaza.

Las figuras amenazantes

Bandolero andaluz arquetípico en una litografía de 1836
Bandolero andaluz arquetípico en una litografía de 1836. | Wikimedia

La historia andaluza tiene muchos nombres que rescatar a la hora de hablar de bandolerismo. De hecho, como se ha dicho antes, no solo protagonizaron andanzas en el siglo XIX. A finales del siglo XVI, la cuadrilla de Roque Amador atemorizó a la población andaluza con sus correrías. Así fue hasta que negociaron el indulto, cansados de la peligrosa y arriesgada vida que llevaban.

“El que a los ricos robaba y a los pobres socorría” era Diego Corriente, o al menos eso era lo que decía una coplilla durante el siglo XVIII. No han trascendido demasiados detalles de su vida, pero si su figura es destacable es porque en su orden de busca y captura no se mencionaba ningún delito de sangre. Asaltaba caminos y se asociaba con otros bandoleros, pero este joven, que murió con apenas 24 años, no se llevó vidas por delante. También destaca su historia porque su cadáver, una vez apresado y ajusticiado, fue paseado por Andalucía. Se pretendía, con ello, someterlo al escarnio público, pero lo cierto es que el pueblo se posicionó de su lado.

Tiempo después, ya a comienzos del siglo XIX, fue Diego Padilla quien protagonizó las historias, aunque siempre conocido como Juan Palomo. Quizá el popular dicho naciera con este bandolero que, en realidad, no actuó solo. Tuvo una cuadrilla, los Siete Niños de Écija, que ni eran siete, ni eran niños, ni eran de Écija. Su objetivo, en sus inicios, fueron los soldados franceses que habían invadido a España, pero una vez Napoleón abandonó la península estos no cesaron en su actividad. Establecieron las escaramuzas como su forma de vida y el municipio cordobés de Fuente la Lancha como su centro de operaciones, donde escondían lo robado o retenían a los prisioneros por los que exigían grandes rescates.

Además de Juan Palomo, también el conocido Tragabuches formó parte de esta cuadrilla. Nacido José Mateo Balcázar Navarro, cambió su nombre a José Ulloa Navarro y se dedicó al toreo antes que al bandolerismo. Se echó a los montes tras asesinar a su mujer y su amante, a quienes sorprendió en plena traición. Su pista se pierde años más tarde, cuando sus compañeros de cuadrilla fueron ejecutados por las autoridades. Parece que el Tragabuches consiguió escapar y quizá refugiarse en las montañas, pues no se supo más de él.

Otra figura destacada fue la del Tempranillo, llamado en realidad José María Hinojosa Cobacho, pero conocido por ese apodo por la precocidad con la que empezó su actividad. Al parecer, se hizo bandolero tras asesinar a un hombre en una romería. El Tempranillo, sin embargo, no fue un bandolero excesivamente temido. Más bien, la tradición oral indica que fue apreciado por un pueblo al que, coincidiendo esta vez sí con la imagen general, ayudaba con los bienes que robaba a los ricos. Cuando se cansó de vivir al margen de la ley, firmó con las autoridades un indulto con la condición de cambiarse de bando y dedicarse a perseguir la actividad que tan bien conocía. Este cambio de vida no le trajo alegrías: murió a manos de otro bandolero tan solo unos meses después de ponerse del lado de la legalidad.

Quizá haya quien esté esperando la mención a Curro Jiménez, pero esta figura como tal no existió. Sí puede decirse, en cualquier caso, que el popular personaje televisivo estuvo inspirado en el Barquero de Cantillana, pero solo en cierto modo. Este hombre, llamado en realidad Andrés Díaz, lideró una partida de bandoleros que murió a manos de la recién creada Guardia Civil. Hay dudas con respecto al por qué decidió hacerse bandolero, pero todo apunta a una reyerta en su lugar de origen tras la que no le quedó más remedio que huir. Cuando fue finalmente capturado, en noviembre de 1849, los diarios de la época lo recogieron como una noticia de importancia, pues su figura se había popularizado en la década en la que estuvo activo.

Ya por entonces, tanto la información que trascendía por otros canales al margen del boca a boca, como la creación de la Guardia Civil, así como la llegada del ferrocarril y las mejoras en los caminos, facilitó que el bandolerismo se combatiera cada vez con más eficiencia. Así que para finales del siglo XIX puede decirse que esta práctica entró en decadencia, aunque todavía hay tiempo para rescatar un par de nombres de los que no se olvidan.

Los últimos bandoleros andaluces

Tumba de El Pernales y El Niño del Arahal
Tumba de El Pernales y El Niño del Arahal. | Jesus, Wikimedia

Uno de los últimos bandoleros en morir, o de los primeros en hacerlo con esa reunión de condiciones, fue el conocido como el Pernales. Operó desde finales del siglo XIX hasta 1907, cuando fue abatido por la Guardia Civil tras arrastrar una serie de delitos que incluían robos, violaciones y asesinatos. Fue conocido por ser el líder de una cuadrilla cruel y sanguinaria. En su caso no puede hablarse de delincuencia pensando en el pueblo.

Un perfil diferente es el de El Vivillo, nacido en Estepa en 1866 y fallecido en Buenos Aires, Argentina, en 1929. Tuvo una vida larga para tratarse de un bandolero. Tras ser fichado por la Guardia Civil por dedicarse al contrabando de tabaco, se lanzó a la Serranía de Ronda a delinquir como tantos otros. Su figura responde a ese concepto ambiguo mencionado al principio, pues la opinión que se tenía de esta figura se movía entre la generosidad con sus vecinos y la maldad propia de los de su especie. Fue encarcelado en numerosas ocasiones, pero a comienzos de siglo XX se replanteó su estilo de vida y decidió dejar atrás esta actividad.

Entonces marchó a la Argentina, donde pretendía dedicarse a negocios legales. No corrió buena suerte: tan solo unos años después de instalarse en Buenos Aires falleció su esposa, Dolores, con quien llevaba unido dos décadas. No pudo superar esta pérdida y terminó suicidándose en julio de 1929.

La última gran figura del bandolerismo andaluz fue la de Pasos Largos. Juan José Mingolla Gallardo nació en el municipio malagueño de El Burgo, en 1874, y está considerado, de hecho, el último bandolero de España. Apenas había cumplido 20 años cuando marchó a combatir en Cuba, de donde regresó arrastrando los estragos de la guerra solo para encontrarse con que apenas le quedaba familia viva. Se convirtió entonces en una persona solitaria que se dedicó al campo y a la caza furtiva, por la que pronto la Guardia Civil se le echó encima. Tras el doble asesinato de un padre y un hijo con los que había tenido disputas, huyó a los montes de la Serranía para nunca regresar.

La anécdota más conocida que persigue a Pasos Largos se dio en las montañas, cuando logró desarmar a una pareja de la benemérita solo para, minutos después, cuando estos huían ya a reportar lo sucedido, devolverles las armas. No fueran a ser padres de familia, pensó Pasos Largos, y se les expulsara del cuerpo por dejarse vencer. Es otra de esas figuras ambiguas que terminó de ganarse la popularidad en la cárcel, donde permaneció encerrado desde 1917 hasta 1932. Allí concedió una entrevista a la revista Estampa, que reproduce de manera íntegra Diario Sur, por la que cobró 1.000 pesetas. Quería terminar sus últimos días con dinero.

Se le concedió la libertad en 1932 y como la cabra tira para el monte, Pasos Largos volvió a su Serranía, donde no optó por una vida distinta. La Guardia Civil acabó con su vida, finalmente, en 1934, terminando así con el último gran bandolero español.