Habían partido de Santiurde de Toranzo con el buen ánimo de pasar el día en un entorno natural. No tardó en empezar a caer una fina lluvia, muy propia del escenario cántabro en el que se encontraban. No protestaron demasiado. Las condiciones climáticas eran parte del encanto y la esencia de la zona. El precioso valle era, a pesar de ello, un lugar acogedor. O así lo habían sentido antes de toparse con la sospecha de la maldad misma.
La pareja de senderistas se detuvo frente a la cueva que, dictaba la tradición local, había servido de hogar a los seres monstruosos de esas montañas de Cantabria. La entrada a la cavidad era visible, pero estaba cubierta de maleza y rocas. La más grande de todas ellas parecía funcionar como una puerta. Pensaron al instante que solo un ser de gran tamaño y fuerza sería capaz de apartarla. Habían escuchado hablar del mal en las montañas cántabras, pero solo tuvo efecto en ellos cuando quedaron frente a la evidencia que señalaban las leyendas.