Hace un par de años fui de vacaciones a Solórzano, un pequeño municipio de Cantabria de interior que sin duda pertenece a la tan mencionada España vaciada. Cerca, pero lejos de allí, subiendo por un desvío de tierra y barro, se llega a una pequeña aldea, apenas un conjunto de tres o cuatro casas. A unos minutos de esas viviendas hay, a su vez, una granja. Y en la cima de aquel remoto enclave estaba el sitio en el que me alojé: una antigua casa de ganado rehabilitada como morada.
En aquel paisaje verde y húmedo que caracteriza al norte del país, solo estábamos los caballos, las vacas y yo. Animales que campaban a sus anchas bajo un cielo frecuentemente gris. Pero todos los días subía Sonia. Con botas de trabajo y acompañada de un gran mastín, Sonia venía provista de comida para las vacas o las guardaba en una casa de ganado que estaba junto a la mía. Si no la veía en la cima, la encontraba en el camino y, si no, en la granja. “¿Y ya has cogido vacaciones?”, le pregunté un día. “Nosotros no podemos coger vacaciones, no podemos dejar solos a los animales”, contestó. Sonia fue, sin yo saberlo, la primera ganadera que conocí en mi vida.