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Exposición ‘De Caravaggio a Bernini. Obras maestras del seicento italiano en las colecciones reales’

De Caravaggio a Bernini. Obras maestras del seicento italiano en las colecciones reales de Patrimonio Nacional

El coleccionismo de obras de arte ha sido considerado históricamente como un signo de estatus o distinción y nobleza desde la aparición de las cortes en los estados del norte de Italia y la consolidación de los estados modernos en Europa. Las monarquías de España, Francia, Inglaterra, y los principados y ducados de Ferrara, Mantua o Nápoles dedicaron atención y cuantiosos recursos a esta actividad, imitada por la nobleza en un primer momento y extendida a la pujante burguesía en etapas posteriores.

En España, la monarquía de los Austrias (Carlos I, Felipe II y Felipe IV de manera destacada) y la Borbónica (Felipe V) ampliaron las colecciones reales de manera continuada y a veces casi obsesiva, encargando trabajos a los principales artistas de cada momento para que desarrollasen programas iconográficos destinados a la legitimación de su propio poder. Además, aprovecharon sin recato alguno las ocasiones sobrevenidas que se fueron produciendo a los largo de la historia adquiriendo Felipe IV la colección de escultura de la reina Cristina de Suecia en 1692, así como una parte importante de la del rey Jacobo I de Inglaterra con ocasión de la “almoneda del siglo” convocada tras su decapitación, y obteniendo como resultado conjuntos insuperables de pintura veneciana, romana, napolitana y holandesa que destinaron a la decoración de los distintos Sitios Reales, desde el Alcázar de Madrid y la Torre de la Parada hasta el Palacio del Buen Retiro y el Monasterio de El Escorial, siendo estos conjuntos oportunamente complementados con la obra de los grandes pintores hispanos.

Estas colecciones se fueron además completando a través de las “donaciones graciosas” que la alta nobleza (el Marqués de Carpio, el Conde de Monterrey, el Almirante de Castilla, los Virreyes de Nápoles…) realizaban cada cierto tiempo a los monarcas.

La exposición mostrada ahora en el Palacio Real recoge una serie de obras seleccionadas del siglo XVII, muchas de las cuales han sido recientemente restauradas y que se muestran por primera vez al público, incluyendo trabajos de Guercino, Bernini, Reni, Caravaggio, Ribera y Velázquez.

De entre todas nos permitimos destacar el cuadro de Caravaggio Salomé con la cabeza del Bautista. El episodio bíblico es traído al presente más inmediato por el artista milanés mediante la representación directa del natural. Utiliza un fuerte claroscuro que refuerza la presencia de unas figuras que emergen casi mágicamente de la oscuridad del fondo del cuadro, lo que otorga a lo representado la calidad de un drama vivo y creíble.

Además, el punto de vista utilizado para tratar el tema es nuevamente personalísimo: Salomé mira de frente al espectador, y parece ausente del drama reciente que ella misma ha provocado. La anciana a su espalda, sí mira fijamente los despojos del santo, y recuerda al modelo utilizado por Caravaggio para la matrona romana que caracteriza como Santa Ana en La Virgen de los Palafraneros. Y el protagonismo de la imagen se traslada a la magnífica espalda del verdugo decapitador, que porta todavía la espada y gira la cabeza hacia su víctima.

Es de reseñar que en este lienzo comprobamos el hecho de que Caravaggio, a partir de un determinado momento de su carrera, parece que prescinde de añadir imágenes nuevas en sus cuadros, y lo que hace es recuperar y combinar retazos de obras anteriores, que incorpora como piezas de un puzzle. En esta misma línea, realiza distintas versiones de alguna de sus obras (San Jerónimo, David con la cabeza de Goliat, San Juan Bautista y la propia obra que comentamos, de la que existe otra versión en la National Portrait Gallery londinense).

La historia del cuadro nos hace penetrar de lleno en la dramática vida de este pintor. Es una de las dos telas que se encuentran en su equipaje cuando este muere en Porto Ercole en extrañas circunstancias (algunos estudiosos afirman sin ambages que su muerte es el resultado de un asesinato ordenado por los caballeros de Malta). Se cree que el cuadro es un regalo que Caravaggio pretendía hacer llegar al Gran Maestre de la Orden Alof de Wignacourt para recabar su perdón tras su huida de la isla años atrás a consecuencia de un azaroso episodio con uno de los frater malteses.

Lo cierto es que el regalo – si lo era – nunca alcanzó a ese destinatario. Una vez muerto el pintor, la obra es recogida – posiblemente confiscada – por las autoridades de la zona (que, recordemos, era territorio bajo soberanía española), ofrecida y rechazada por la Orden y finalmente pasa a formar parte de la colección del Virrey de Nápoles, Conde de Castrillo, que la regaló a Felipe IV hacia 1660 (el cuadro aparece inventariado en la colección real en 1666).