En Etxalar las estrellas se ven de otra manera. Alejadas del ruido, se sienten, se rozan, se respiran… Por las noches, el pueblo y las montañas parecen alojados en el interior de una burbuja de cristal. Una burbuja que, agitada por una mano divina, adquiere brillos imposibles entre pastos y caserÃos… Desde lo alto de las próximas cumbres del occidente pirenaico vestido de bruma, hasta el eco del mar cantábrico, a unos 25 kilómetros… Desde lo alto de su torre medieval, hasta los confines de la Comarca de las Cinco Villas, la magia de Etxalar se intuye. Su visión, a lo lejos, se asemeja al prólogo de una fábula en la que uno se va adentrando poco a poco, lÃnea a lÃnea.
Introducción a Etxalar

A veces, una fina lluvia funciona como lo harÃa la cortina de un mago, lista para dejar entrever una ilusión. Mientras, entre las chimeneas humeantes de las casas, las tejas húmedas brillan aquà y allà reproduciendo el firmamento. Más arriba, en el cielo se entretejen viejas historias de brujas y señores del bosque, antiguos habitantes y tradiciones que pasan de una generación a la siguiente. Bajo las nubes grises las palabras son susurros. AllÃ, entre las gotas, se transforman en renglones, prologando la historia de un viaje que comienza pronto. Antes, incluso, de alcanzar el escenario principal.
La imagen de Etxalar desde la carretera es una suerte de introducción a la novela que lo narra. Puede llegarse siguiendo el camino que conecta Irún y Pamplona. Pero también es posible tomar la carretera que viene de Sara, a los pies del monte La Rhune, o la vÃa de Zugarramurdi. A lo largo del camino, el paisaje, corriendo al otro lado de las ventanillas, se convierte en argumento. De fondo, el eco de las voces del Batzán, animan a continuar hasta descubrir el nudo de la historia, entre las Cinco Villas de la Montaña. El rÃo Bidasoa es la nota a pie de página que se repite en cada capÃtulo. Mientras, los caserÃos surgen entre los prados esmeralda como asteriscos que señalan que cerca, muy cerca, entre la naturaleza, late la civilización.
Al llegar al pueblo, lo primero que llama la atención es la preservación de la arquitectura popular y las costumbres, como en el interior de una gota de ámbar. Un espÃritu de respeto a la tradición que habita en todas partes. Toma la forma de las casas de madera y piedra, de las calles empedradas, del idioma que susurran las corrientes de aire. A pie, callejear sin rumbo permite imponer un orden propio para los capÃtulos que se van sucediendo, creando una aventura a la medida de cada caminante.

En muchas ocasiones es Etxalar, como auténtico protagonista de la historia, el que sirve de guÃa. Las casas, los molinos, los hornos… Cada objeto pertenece a un Ãndice que repasa la vida de los habitantes del lugar. Fuera de la Casa de la Cultura, reconstruida en 1685, aún se conserva la báscula en la que se pesaba el ganado. Además, en varios puntos del pueblo y cerca de muchos de los prados que lo circundan, se distribuyen varias caleras. Se trata de unos hornos en los que se calcinaba piedra caliza para obtener cal con la que enriquecer las tierras de labor.
Del mismo modo, la huella del agua se encuentra presente en forma de diferentes estructuras, desde molinos a fuentes o lavaderos. Siguiendo su rumor lÃquido y constante se llega a la fuente de la casa Irrutia, la de Pradenerea, o la que se encuentra cerca de la actual plaza, justo detrás del frontón. Entre los molinos, vale la pena detenerse a admirar la presa de uno de ellos, desde el puente grande (Zubiandi), unión de los barrios de Irionda y Landaburua. Esta anciana construcción todavÃa destila una magia que aumenta al recordarla como artÃfice del suministro eléctrico del pueblo.
Nudo y desenlace

El encanto prosigue más allá del agua, los molinos o la presa. Se encuentra en cada rincón, en los subtÃtulos que aparecen por todas partes, renombrando lugares encantados de pasado. La iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, en el centro del pueblo, custodia en sus jardines una colección de estelas funerarias. Mientras, en su interior se conserva un calvario del siglo XVII, un órgano de principios del XX y una pila bautismal del XVIII. Otra vez fuera de sus muros, los caminos entre pasado y presente se entrecruzan formando un limbo temporal que es necesario atravesar.
Un palacio, el de Gaztelua, edificado en la lejana Edad Media, aguarda su papel en la visita, como un escenario novelesco. Al llegar, parece escucharse el ruido de las antiguas armas guardadas en la torre defensiva. Quizás solo sea el eco de algún sonido de la calle chocando contra las paredes del jardÃn, pero quién podrÃa asegurarlo con certeza. En cualquier caso el hechizo está ahÃ, y eso no puede negarse.
El mismo hechizo que habita en el cementerio, la capilla de Fátima o la ermita de Santa Cruz, última parada del Via Crucis de Semana Santa. Construida durante el siglo XVI, su interior acoge una imagen de Jesucristo fechada en el XVII. El conjunto de cruces, de diversas épocas, que habita el jardÃn, contrasta con la leyenda que sobrevuela el prado adyacente. Según dicen, lugar escogido por las brujas de la zona para reunirse y celebrar sus akelarres.

A las afueras del pueblo se encuentra el que para muchos visitantes es desenlace esperado del viaje. Se trata de la oportunidad de conocer en primera persona una famosa tradición que se remonta a siglos atrás. A lo largo de una ruta de unos 5 kilómetros, un sendero discurre a través de los collados de Lizaieta, Usategieta y Nabarlatsa, con destino a las palomeras. Unas torres desde las que todavÃa se practica un antiguo método de caza de palomas. Una modalidad declarada, en la actualidad, bien de interés cultural y únicamente persistente en este territorio.
AsÃ, ya sea el DÃa de las Palomeras, ya en temporada de caza, es posible contemplar el banderÃn del vigÃa desde lo alto de la torre. A ras de suelo, los cazadores prevenidos de la llegada de las palomas, preparan las paletas y, cuando las palomas bajan, lanzan la red. Un espectáculo que ha contado con ilustres espectadores como Alfonso XII o Napoleón III. Al terminar la jornada, de regreso por el sendero, el bosque parece tener mil ojos, observando, preparando la sorpresa de su encanto.
EpÃlogo
Más allá del fin del recorrido previsto, Etxalar tiene un epÃlogo. Muchos, en realidad. Algunos, consecuencia directa del pueblo. Otros, historias secundarias, pero con una voz propia muy potente, imposible de ignorar. Empezando por los caserÃos, organizados en barrios, el fresco aire del Pirineo Atlántico, las rutas que transitan entre naturaleza y prehistoria.

En las profundidades se esconde el Tejo de Etxalar, entre robles, hayas y cursos de agua, cerca del paraje Orizki. Llegar aquà significa moverse entre lo terrenal y una superstición antigua que lo impregna todo, como la niebla. El bosque mágico se cierra sobre los pasos de los senderistas que lo cruzan, dispuesto a guardar el secreto. Acompañan el camino los árboles, mutando de forma según las imaginación de quien los observa.
Entre la espesura silva el basajaun, advirtiendo de la proximidad de la tormenta. A diez kilómetros, Bera se convierte en una página más. La iglesia de San Esteban, la casa de los Baroja, la plaza de los Fueros… Más lejos, a 30 kilómetros, Elizondo, sus palacios y sus casas señoriales abren una puerta hacia el valle del Batzán. Si es posible, acercarse a Pamplona también es una maravillosa alternativa. Pasear el casco histórico, detenerse a degustar unos pintxos en alguna de sus numerosas tabernas, mientras se planifica la siguiente escapada.

De vuelta, el eco de la narración se sumerge en el valle del Bidasoa y sus numerosos afluentes. Persiguiendo uno, el Tximista, se regresa a Etxalar. Atardece ya y las sombras cubren los tejados. De fondo, continua el diálogo entre el rÃo, el pueblo, el bosque… Etxalar sigue respirando.