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Asimilando el tiempo sagrado en la Ribeira Sacra

Ribeira Sacra, Asimilando el tiempo sagrado en la Ribeira Sacra

La Ribeira Sacra nació y creció como una respuesta espiritual, había reflexionado ya con anterioridad. Algo similar pensé cuando ascendía para después descender en los montes de Ourense. Descendía porque, dejando atrás el Miño, quería acercarme al Sil, al que lleva el agua pero no la fama. Al que forma los espectaculares cañones de los que tanto había leído. Casi podía palpar con los dedos, todavía pegados al volante, el vértigo que experimentaría más tarde, cuando al fin me asomé a sus aguas.

Pero no fue el agua lo que me recibió aquella segunda mañana de búsqueda de lo enxebre en la Ribeira Sacra. Fue la niebla. Una niebla densa, de las que te impiden distinguir casi tu propio cuerpo, de las que te anulan la visión y te nublan la mente. Una niebla que se había instalado dispuesta a no moverse en cada tramo de la carretera, envolviendo las curvas, tan o más pronunciadas que las de los montes de Lugo. Seduciendo, eso sí, a un carácter romántico, novelesco, que empezaba a hacerse fuerte en mi interior.

Pasado y presente, jugando con el tiempo

Quizá por eso me detuve, como encantada, en el primer mirador que encontré. A pie de carretera, dando la bienvenida a quien llega y despidiendo cariñosamente a quien se marcha. “Parada de Sil”, reza una escultura que nada tiene que ver con la naturaleza antigua del lugar, pero que dice mucho de la modernidad que ha abrazado en los últimos años. Recorrí cada letra con el dedo índice, las repasé y forcé a mis ojos a llegar más allá. A mirar hacia el río y encontrarlo. Nada. Solo niebla.

Fue la primera ocasión en la que me pregunté allí, en Ourense, cómo hicieron los primeros pobladores para instalarse, hace tantísimos siglos, en lo más inaccesible de una naturaleza que tiene para el ser humano esa niebla y la lluvia que espera siempre su oportunidad. Una fuerza que se intuye en cada curva y que no puedes manejar como desearías. La Ribeira Sacra nació y creció como una respuesta espiritual, me repetí. Lo estaba haciendo casi como un mantra, lo he venido haciendo desde entonces.

Así luce el río Sil
Así luce el río Sil

Se tiene constancia de los primeros asentamientos desde el siglo VI, aunque fueron, en este nacimiento, minoritarios. Pequeños eremitorios dispuestos para la oración y el descanso, para el aislamiento. Estaban compuestos de comunidades más reducidas que solo crecieron con el paso del tiempo. Transcurrieron largos siglos hasta que pudo hablarse de monasterios que alojaron la vida que hoy todavía se respira, de alguna manera, en los muros de piedra que permanecen en pie.

¿Cuántas cosas permanecen en pie de las que un día fueron?, me pregunté allí, frente a la escultura que hace las veces de bienvenida. Atraída como quien queda atrapada en un hechizo, otro más, regresé al coche y arranqué el motor. Tenía que descubrir todo aquello que sigue en pie. Las luces apuntaron hacia la niebla y no dudé a la hora de abordarla.

En lo más alto del río Sil

Fue una experiencia observar cómo el paisaje iba cambiando. Mejor dicho, cómo iba mostrándose. El camino era el mismo que había tomado en el inicio del trayecto, también la vegetación que crecía en torno a este, pero todo empezó a ser visible. El río asomaba, muchos metros hacia abajo, a medida que avanzaba la mañana. El cielo se despejó con cada minuto que pasaba. Yo seguía ascendiendo, comprendiendo que, como la parte lucense, esa tierra ourensana quedaba definida por los caprichos del río. Sus aguas son navegables y animarse con ello constituye una experiencia diferente, que liga, de nuevo, el pasado del lugar con el presente.

Yo prefería contemplar esas aguas desde lo alto, donde sus cañones pudieran impresionarme como intuía que siempre habían impresionado a los lugareños. Desde lo alto. Quería sentirme diminuta pero desde el cielo. Quería entregarme yo también a los caprichos de un río que nace en la cordillera Cantábrica y muere en el Miño. Muere tras recorrer más de 230 kilómetros. Muere tras condicionar todo a su paso, como esos otros elementos que ya se habían hecho un espacio en mi cabeza: ese río al que termina sometiéndose el Sil y ese Atlántico que lo es todo en Galicia.

Cañones del Sil

El Sil deja tras de sí pendientes inabarcables, paredes verticales imposibles de alcanzar, más de 500 metros de altura en ciertos lugares donde el vértigo se convierte en una sensación diferente. La de tocar el cielo, la de estar muy lejos de la tierra. No se está tan lejos, en realidad, pero la monumentalidad del paisaje, de nuevo, envuelve al viajero y le permite aferrarse a esa seguridad de que no existe nada más grande que estar allí.

La gente de la ribeira del Sil

En torno al río viven las aldeas ourensanas que, también ellas, sufren la despoblación más cruel. Cruel porque afecta a familias e individuos que aman la tierra en la que nacieron o que simplemente necesitan vivir en ella. Cruel porque este lugar debería estar siempre lleno de vida. Aunque también me pregunto si no es egoísta querer habitar una naturaleza tan llena de vida por sí misma, tan inmensa. Una naturaleza que no puede pertenecer de ningún modo a nada que no sea ella misma.

Me doy cuenta de cuánto la personalizo desde que estoy allí y me gusta esa sensación porque es inevitable hacerlo. Inevitable jugar con ella, inevitable sentirla un poco tuya. Así que me cuelgo en la imaginación de esas paredes imposiblemente verticales y me digo que es el hogar de muchas personas que tuvieron la fortuna de crecer entre castaños y el hechizo de la niebla, y que tienen todo el derecho de hacerla un poco suya.

El río Sil y sus cañones desde los Balcones de Madrid
El río Sil y sus cañones desde los Balcones de Madrid

Parada do Sil apenas cuenta con 500 habitantes. A comienzos del siglo XX, eran más de 3.000 las personas que poblaban sus calles. Me encojo un poco cuando rescato esta información leída con anterioridad, en esas noches previas al viaje. Pero allí, viviéndolo en primera persona y no a través de una pantalla, percibo un cierto halo de esperanza. Tal vez porque, como ya advertí en Lugo, hay un ánimo de retorno. De recuperar lo perdido, de acercarse al origen, de buscar lo enxebre.

Son cada vez más los proyectos vinculados a esta tierra y los hay de diversa índole. La gente regresa o llega por primera vez y muchos quieren quedarse. También el turismo es cada vez mayor. Solo en los dos últimos años, muy complicados, ha crecido notablemente. Así que allí, en lo alto de la Ribeira Sacra, me sumo a esa esperanza y me digo que todo irá a mejor.

El silencio en Santa Cristina de Ribas de Sil

Esa naturaleza que no puede pertenecer de ningún modo a nada que no sea ella misma se ha adueñado del monasterio de Santa Cristina de Ribas de Sil. Pero lo ha hecho, parece, buscando protegerlo, preservarlo. Como si quisiera evitar que se derrumbe con el tiempo. Como si quisiera lograr que permanezca en pie. De alguna manera, naturaleza y monasterio se han convertido en un todo. Un todo silencioso, porque hay en este lugar un silencio brutal, sobrecogedor, de esos que se perciben. De esos que te hacen detenerte a escuchar la nada. La conversación cantarina que mantienen las aves, como mucho. El crujir de las ramas caídas bajo las pisadas que se dan, mientras se avanza hacia el arco perfectamente conservado que da la bienvenida a uno de los monasterios más extraordinarios de todos cuantos guarda la Ribeira Sacra.

Y aunque ha pasado mucho tiempo, y aunque se ha reformado, no cuesta imaginar a sus antiguos habitantes atravesando ese arco que te recibe, habitando esas paredes de piedra que surgen entre ramas de árboles y los primeros rayos del sol firmes del día. No cuesta imaginarlo porque se siente como el estado natural del lugar, como si no pudiera ser de otro modo.

Monasterio de Santa Cristina de Ribas do Sil
Monasterio de Santa Cristina de Ribas do Sil

El monasterio de Santa Cristina de Ribas de Sil fue uno de los más importantes durante la Edad Media. Un hogar benedictino del que se tienen noticias desde el siglo X. Los monjes que lo llenaron de vida humana se dedicaron al cultivo del castaño, árboles que todavía pueblan los sensacionales alrededores del monasterio. También se entregaron a la vid, contribuyendo así a la evolución de lo que sería el modo de vida de las tierras adyacentes. Recordé, todavía tanteando el bosque de castaños, todavía sin abordar el edificio, que estos monjes recibieron viñas a modo de donación. Llegaban de parte de fieles que deseaban ser incluidos en las oraciones de estas figuras de tanta importancia en el medievo. Deseaban, claro, la salvación.

Los benedictinos vivieron libremente hasta el siglo XVI, cuando el monasterio fue adscrito como priorato dependiente del monasterio de Santo Estevo de Ribas de Sil. Intuyo la influencia de este en la distancia, sobre todo por lo que he leído. Sé que descansa a mi izquierda. Me pregunto cuáles de los senderos que me rodean conducen a este lugar principal, pero sobre todo me pregunto cómo fue posible que Santa Cristina cayera en desgracia. Cómo una obra como esta, tan bella y tan imponente, protegida por la misma naturaleza, pudo en algún momento perder su presencia, su poder, su importancia. Si este monasterio de Santa Cristina dejó de ser, y así fue con la desamortización, entonces cualquier cosa puede hacerlo.

Iglesia del monasterio de Santa Cristina
Iglesia del monasterio de Santa Cristina

Cuando el monasterio quedó como priorato de Santo Estevo, se llevó a cabo una reforma del claustro, que esa mañana paseé con la tranquilidad de quien quiere conocer hasta el más mínimo recoveco. También se dio vida a las pinturas de la iglesia, el último lugar que visité. Palpé una a una las columnas mientras me imaginaba a esos monjes leyendo bajo los cantos de los pájaros y advertí que, antes de las escaleras que conducen al piso superior, descansa una especie de tumba, en posición horizontal. Tal vez de algún abad que dejó huella.

Se conserva muy poco de las dependencias en las que vivieron. El piso superior no es más que una memoria inexacta de lo que algún día debió ser. Me siento junto a uno de los ventanales para observar el claustro, con los castaños de guardianes, mientras trato de recomponer, de nuevo en la imaginación, las formas antiguas del lugar. Sale solo hacerlo. Respiro el silencio y me levanto para encaminarme hacia la iglesia.

Me fijo, en primer lugar, en su rosetón calado. Me fijo porque deja espacio para que entre la luz, que ya tiene un cierto efecto en el suelo de la iglesia. Tiene planta de cruz latina, algo inusual en el románico de Galicia. Estoy sola, así que profiero una especie de clamor para empaparme del eco. Sin contar con el altar, la iglesia está completamente vacía. Destacan esas pinturas renacentistas, del siglo XVI, que representan a la Virgen y San Juan. Santo Domingo, San Antonio y Santo Tomás los acompañan. El silencio resulta abrumador. Me animo una vez más a probar la fuerza del eco. De nuevo culpabilidad, por romper el silencio.

El monasterio de Santa Cristina de Ribas de Sil es un oasis de paz en medio del ruido. Entiendo por qué aquellos monjes lo eligieron como descanso, como retiro. Entiendo también, un poco mejor, el significado de lo enxebre. Este lugar lo es. Seguramente lo sea siempre.

Rosetón de la iglesia del monasterio
Rosetón de la iglesia del monasterio

Sé que debo abandonarlo, pero mis pasos se niegan a hacerlo y siguen merodeando. Me adentro en el bosque, todo verde. El sol, en lo alto del cielo, me invita a intentar el descenso al Sil, como seguramente hicieran cada día esos monjes, que no pensaban en sus caprichos sino en sus bondades. En el agua que cada día llevaba hasta su hogar.

Regreso por donde he venido, no sin dificultad. La pendiente, aunque no excesivamente pronunciada, es costosa. Pienso en el esfuerzo de quienes lo habitaron un día y también en el esfuerzo que debe suponer, para algunas personas, llegar hasta ese lugar. Es entonces cuando recuerdo que está todavía custodiado por un árbol, el árbol de San Benito, donde se depositan donaciones de quienes necesitan su protección o sus milagros. La demostración de que lo antiguo, lo de antes, sigue viviendo y vivirá.

Árbol de San Benito del monasterio
Árbol de San Benito del monasterio

Este árbol de San Benito está repleto de ofrendas. Las repaso con respeto y con cuidado. Hay monedas encajadas en sus grietas y todo tipo de objetos rodean la estatua de este santo, que, de no conocerse su presencia, pasaría desapercibida. Forma parte de ese silencio que rodea el monasterio y de esos rincones que solo encuentran quienes saben dónde buscar. “San Benito Glorioso que te arrancaron de castiñeiro, ten compasion de nós”, leo. Y con esa compasión me marcho.

Los Balcones de Madrid, el adiós y el regreso

En busca de lo enxebre llego por fin a los cañones. Por fin la Ribeira Sacra del Sil, que es la misma que la del Miño pero diferente. Me encuentro en uno de los puntos más altos de esos cañones, con vistas de vértigo. Siento ese vértigo, pero también siento emoción. Pienso, mientras reparo en las nubes que dejan que se cuelen los rayos de sol, que ese debe ser el lugar favorito del astro.

Las paredes frente a mí me resultan lo más bruto, lo más salvaje, de la naturaleza. Lo más monumental de todo cuanto he visto hasta ese momento, pero al mismo tiempo parecen flotar sobre las aguas con una delicadeza extrema. Como si temieran perturbarlas. Es un espectáculo. Otra demostración, en este caso de que es esta naturaleza quien tiene la fuerza y el poder, mientras que el ser humano, aquí, solo se adapta a lo que ofrece.

Las impresionantes paredes del río Sil

A estos cañones venían los gallegos a despedirse de sus seres queridos. La historia de los Balcones de Madrid es una de las historias que más efecto han tenido en mí desde el momento en que conocí su existencia. Supongo que porque hablan de lo que tanto me afecta: la necesidad de abandonar tu tierra, de dejar a tu familia, en busca de un futuro que no encuentras en el lugar que amas. Estos Balcones de Madrid fueron, durante muchos años, el último rincón para decir adiós de los gallegos. Cuando la vida en los pueblos existía, pero era difícil, muchos habitantes de esta zona de la Ribeira debían partir a la capital.

Madrid, por muy inmensa que sea la Ribeira, nunca ha llegado a verse desde aquí, pero ese era el destino de quienes surcaban sus aguas para marcharse. Así que hasta aquí, hasta estos miradores naturales, se desplazaban las familias para alzar la mano y despedirse, mientras veían cómo recorrían el curso del río para alcanzar la estación de San Esteban, en la orilla opuesta. Era su último adiós. Aunque ya no hay necesidad de navegar el Sil, esos recuerdos se sienten de alguna manera. En las rocas que rodean estos Balcones de Madrid se perciben como espectros esos pensamientos en el nuevo hogar que muchos construirían lejos de aquí. Y también se respira el esperanzado desconsuelo de quienes se quedarían en este rincón perdido de Ourense,

Pero si el Cabo do Mundo tenía algo de definitivo, me parece que estos balcones tienen, como encontré en Parada do Sil, algo de esperanza. Más que en la partida, pienso en el regreso. Pienso también en la morriña propia de la tierra, pero no dejo de imaginar las promesas de los gallegos, que siempre suelen volver al hogar.

Camino que lleva a los Balcones de Madrid
Camino que lleva a los Balcones de Madrid

Cuando paso de nuevo por el primer mirador que encontré en mi aventura ourensana, el que anuncia que llegas a Parada de Sil, el que te despide también cariñosamente, hace un sol de carallo. Así es el tiempo gallego. Y así pasa el tiempo en este lugar. Seguramente tenga algo de enxebre, pero aún tendría que transcurrir un día entero antes de que comprendiera su significado total.