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Los Siete Infantes de Lara

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La épica historia de los infantes de Lara (o de Salas)

Lo que sabemos de los siete infantes de Lara es que vivieron hacia el año 970, cuando García Fernández —el segundo conde de Castilla— preparaba en la ciudad de Burgos la boda de su prima carnal doña Lambra con uno de sus vasallos más importantes: Ruy Velázquez, Señor del alfoz —una circunscripción medieval— de Lara. Dada la relevancia de los contrayentes los festejos duraron cinco semanas, acudiendo magnates desde todos los reinos peninsulares. Por parte del novio fueron su hermana Sancha Velázquez y su esposo, Gonzalo Gustios Señor del pueblo de Salas; acompañados de sus siete hijos, conocidos como «los infantes». A estos sobrinos del novio les llamaban «infantes» no por ser hijos de rey sino por serlo de un señor feudal. De hecho, son recordados como los «Infantes de Lara» debido a que el pueblo de Salas pertenece al alfoz de Lara aunque lo lógico es que hubieran pasado a la historia como los «Infantes de Salas».

Uno de los atractivos principales de la fiesta era un gran escenario de madera donde los caballeros demostraban sus habilidades a caballo, empleando armas y halcones. Los ilustres invitados y los humildes pobladores contemplaban admirados las luchas entre caballeros y las exhibiciones. Usualmente se ofrecía un premio para quien consiguiera romper la tabla más inaccesible del entarimado. En un momento dado Alvar Sánchez —primo de la novia— consiguió golpear en la tabla del premio. Lambra se vanaglorió de su habilidad, proclamando en voz alta que era el mejor caballero. Al oír esto, el jovencísimo Gonzalo González —el menor de los siete sobrinos de su esposo— bajó del palco, montó en su caballo y se lanzó contra el tablado golpeando también con su espada la tabla del premio. Como quiera que las aclamaciones del público superaron a las que se habían dedicado antes a Alvar Sánchez; éste se sintió ofendido e insultó a Gonzalo.

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Los otros seis infantes bajaron rápidamente del palco para interponerse; pero no pudieron evitar que Gonzalo le diera a Alvar un puñetazo que le hizo caer de su caballo; con la mala fortuna de ocasionarle de que la caída le causó la muerte a Alvar. En medio del revuelo, Doña Lambra se puso a gritar que ninguna mujer había sido tan ultrajada el día de su boda. Su esposo Ruy Velázquez se montó en un caballo y arremetió contra su sobrino Gonzalo, golpeándole con una lanza en la cabeza. Mientras se palpaba la herida, Gonzalo le dijo a su tío que no lo volviera a hacer porque entonces le respondería. Velázquez lo atacó de nuevo, partiéndole una lanza en su hombro. Gonzalo cogió del brazo de su escudero el halcón que éste llevaba, lanzándolo contra la cara de su tío. Se llegaron a arremolinar hasta doscientos caballeros en un clima de gran excitación; unos tratando de separar y otros de agredir a los protagonistas. Los siete infantes se apartaron del lugar mientras el conde García Fernández y el padre de los infantes —el Señor de Salas— trataban de evitar que corriera más sangre.

Una vez restablecida la calma, el padre de los infantes le ofreció a su enfurecido cuñado que los infantes pasasen a ser caballeros suyos (a su servicio, acompañándole a la guerra cuando él así lo dispusiera). Tal gesto de reparación fue muy valorado por Ruy Velázquez. De ese modo el Señor de Lara se reconcilió con su cuñado el Señor de Salas y sus sobrinos; pues desde entonces estos eran —de hecho— “de Lara”, pues eran los vasallos de su tío y le debían obediencia.

Una vez finalizadas las fiestas, el Señor de Lara y su cuñado el Señor de Salas acompañaron al conde García Fernández en un viaje de inspección por Castilla. Mientras tanto Lambra, su cuñada Sancha y los siete sobrinos volvieron a la casa de los recién casados en Barbadillo del Mercado; éste pueblo era la «capital» del alfoz de Lara, y está muy cerca del pueblo de Salas. Los sobrinos se fueron a cazar con sus halcones y al regresar le regalaron a su tía las piezas cobradas.

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Iglesia y Rollo de justicia en Barbadillo

A continuación, los siete caballeros se fueron a un huerto situado entre la casa y el río, donde se desnudaron y se bañaron; el joven Gonzalo se metió en el agua, jugando en ella con su halcón. Doña Lambra consideró que bañarse desnudos frente a su ventana era una provocación más. Y para escarmentar a su nuevo vasallo ordenó a uno de sus sirvientes que cogiera un gran pepino, lo llenara con sangre y se lo lanzara al infante Gonzalo mientras éste seguía en el agua jugando con el halcón. Dada la reputación del joven, el criado se resistió a obedecerla; Doña Lambra insistió, asegurándole que lo protegería de cualquier represalia.

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El criado se acercó a Gonzalo y le lanzó el pepino, dejándolo recubierto de sangre; corriendo de vuelta a la casa. Los hermanos se rieron del manchado; pero éste les contestó que no había sido una broma, sino una provocación para deshonrarles a todos y una mala forma de agradecerles su regalo de la caza. Su hermano Diego les propuso la siguiente treta para salir de dudas sobre la intención del criado: se vestirían y regresarían a la casa guardando un arma escondida debajo del manto, si al acercarse al criado se mostraba relajado, significaría que había sido una broma; en cambio, si el éste buscaba la protección de su señora, eso implicaría que había sido una ofensa deliberada.

Y en éste caso Diego sugirió a sus hermanos que lo mataran. Al verlos venir, el sirviente no se quedó a comprobar sus intenciones, sino que corrió a refugiarse bajo el manto de Doña Lambra. Ella trató de defenderle, proclamando que estaba bajo su protección y que sería ella quien hiciera justicia. Pero fue inútil, los infantes lo mataron; la sangre del desdichado manchó la toca y el vestido de la Señora de Lara. A continuación los y su madre y se marcharon a su pueblo de Salas. La Señora de Lara rindió homenaje al cadáver del sirviente colocándolo en un catafalco, y decidió vengarse de quienes en pocos días había matado a dos de sus allegados.

Cuando regresaban al alfoz de Lara los dos cuñados supieron del dramático suceso; decidiendo escuchar a sus respectivas familias antes de tomar una determinación. El Señor de Lara se quedó en Barbadillo del Mercado, mientras que el Señor de Salas continuó hasta su pueblo. Tras escuchar a su mujer, Ruy Velázquez se indignó por la afrenta cometida en su propia casa, asegurándole que la vengaría; pero “con cuidado”, pues sus sobrinos eran tan valientes como incontrolables. Al día siguiente envió un mensaje a su cuñado para que viniera a verlo con sus hijos (vasallos suyos desde hacía unos días). Para seguridad de ambas partes se encontraron a medio camino entre Barbadillo y Salas. Después de clarificar los hechos, los infantes le pidieron a su tío y Señor que se pronunciara acerca de quién tenía razón; éste respondió de forma conciliadora.

A los pocos días Velázques mandó llamar a su cuñado —y vasallo— pidiéndole que viajase al territorio musulmán para recoger el regalo de boda que le había prometido su gran amigo el caudillo Almanzor; por hacerle ese servicio le prometió una parte del regalo. Para así contribuir a la reconciliación, el Señor de Salas se encaminó hacia Córdoba con una carta escrita en árabe por Ruy. En esa misiva el Señor de Lara explicaba al caudillo musulmán las afrentas cometidas por sus sobrinos y el papel que estos formidables caballeros tenían en el apoyo militar del conde de Castilla. También le propuso matar a toda la familia de los Salas, pues de ese modo le resultaría más fácil ocupar Castilla, pudiendo repartirse los territorios con Velázquez.

Le sugirió que en el pueblo de Almenar de Soria los musulmanes preparasen una emboscada: dejar al descubierto mucho ganado, de tal modo que los infantes trataran de llevárselo. En ese momento la tropa de Almanzor podría capturarles y matarlos.

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Castillo de Almenar de Soria

A Almanzor le interesó la propuesta de emboscada. Ya sabía del peligro que implicaba esa familia; pero consideró innecesario asesinar al Señor de Salas. Dada su condición de caballero principal —y a la espera de ver cómo acababa tan delicado asunto— decidió retenerlo en su palacio y le pidió a su hermana que le ofreciera al prisionero las comodidades acordes a su rango. A continuación envió un mensajero a Velázques aceptando el trato. Al encontrarse a la hermana de Almanzor con el Gonzalo Gustios, esta se enamoró de él.

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Al conocer el Señor de Lara que Almanzor estaba de acuerdo, llamó a su presencia a sus vasallos y les propuso acompañarle en una razzia de saqueo por tierras musulmanas. Sus siete sobrinos se ofrecieron a acompañarle junto con sus propios guerreros de Salas. El día de la partida Nuño Salido —responsable de la Casa de Salas en ausencia del padre— les llamó la atención sobre la extraña forma de chillar de unos pájaros: signo de mal agüero. Nuño les rogó a los infantes que se quedaran unos días hasta que cambiara la situación pues presentía que si se iban ahora, morirían.

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Nuño Salido avisa de la traición. Museo de Harvard University

Los infantes de Lara tomaron a broma la advertencia, uniéndose a su tío con doscientos de sus vasallos. Decidido a proteger a los jóvenes, el viejo Nuño les siguió. Al llegar al lugar de encuentro Nuño se puso a discutir sobre el plan con Velazques; tras apaciguarse y llegar a un acuerdo, todos juntos continuaron hacia la frontera musulmana. A llegar al pueblo de Almenar los infantes y sus vasallos se pusieron a reunir el ganado que pastaba por los campos. Entonces aparecieron unos diez mil moros a caballo.

En ese momento el Señor de Lara se dirigió hacia el ejército musulmán, animando a sus jefes a que capturaran y mataran al grupo de Salas. Nuño Salido y todos los de Salas cargaron contra los moros; pero dada la desproporción numérica entre los combatientes, los de Salas fueron muriendo bravamente. Los infantes, que combatían apoyándose los unos a los otros, quedaron rodeados. Cuando cayó muerto el primero de los siete, Diego les gritó a los musulmanes que le dieran una tregua caballeresca; y estos se la concedieron. Entonces éste se acercó al lugar desde donde su tío y los guerreros de Lara presenciaban el combate; primero le pidió a él que les ayudara, y al negarse Velazques Diego les rogó al resto de los guerreros que no les abandonaran en manos de tantos moros.

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Muchos de los de Lara estaban indignados por la encerrona que estaban presenciando, por lo que unos mil de ellos decidieron auxiliar a los infantes. Entonces el Señor de Lara trató de disuadirles, argumentando que se lo tenían merecido por lo que habían hecho; y que en última instancia sería el mismo quien los ayudaría. A pesar de lo dicho por su Señor, trescientos de sus hombres se juntaron a los seis infantes. Finalizada la tregua se reanudó el combate; y al cabo de unas horas los trescientos caballeros yacían muertos. Los seis infantes restantes se quedaron de nuevo solos.

Tan impresionados estaban los moros por la valía de los infantes, que cuando los infantes les pidieron una nueva tregua caballeresca no solo se la concedieron, sino que además les invitaron a recobrar fuerzas en su tienda. Al contemplar ese acto de compasión, el Señor de Lara se dirigió al campamento musulmán conminando a los jefes moros a que degollaran a los infantes, tal y como él había convenido con Almanzor. Atemorizados, los musulmanes dejaron libres a los infantes y les instaron a reanudar el combate. Después de una lucha encarnizada, los seis hermanos fueron capturados.

Los jefes moros ordenaron que los infantes fueran decapitados inmediatamente; uno a uno, empezando por el mayor. Gonzalo aún tuvo fuerzas de arremeter contra el verdugo de sus hermanos cuando éste estaba decapitando a uno de ellos.

Como prueba de que habían cumplido las órdenes recibidas, los jefes musulmanes se volvieron a Córdoba llevando consigo las cabezas de los siete y la del ayo Nuño Salido. Después de que el Señor de Lara y su mesnada se hubieran marchado, los cuerpos descabezados de los siete infantes fueron recogidos del campo por unos cristianos piadosos que los trasladaron hasta el monasterio de Suso, en San Millán de la Cogolla; allí siguen todavía hoy sus sepulcros.

Al llegar a Córdoba, los jefes moros mostraron a Almanzor las cabezas que traían consigo. Al tener ya los primeros signos de descomposición y oler mal, Almanzor ordenó que fueran lavadas con vino y después las pusieran en forma de hilera, encima de una sábana blanca, según el orden de menor a mayor edad, y al lado de la de su ayo Nuño Salido.

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Después Almanzor mandó llamar a su prisionero: cuando el Señor de Salas vio las cabezas cayó desplomado. Una vez se hubo recuperado, fue cogiendo una a una las cabezas; y mientras lloraba amargamente, le fue mencionando a Almanzor las cualidades caballerescas de cada uno de ellos. En un momento dado tuvo un arranque de ira, le arrebató la espada a uno de los guardianes y atacó a los que tenía más cerca hasta matar a siete de ellos. La escolta del palacio acabó por desarmarle, mientras éste reclamaba a gritos que lo mataran. Conmovido por la escena e impresionado por su valor, Almanzor ordenó que no le hicieran daño al caballero Gustios.

En ese momento intervino la hermana de Almanzor diciéndole a Gonzalo Gustios que ella había perdido en una sola batalla a los doce hijos que parió. Y que si ella lo había superado, él también podría hacerlo. Pensando Almanzor que el escarmiento a los de Salas había sido suficiente y que los castellanos habían quedado suficientemente debilitados, decidió dejar en libertad a Gonzalo y darle los medios para que pudiera volver a Salas con su mujer. Además, le autorizó a llevarse las cabezas con él. Antes de partir, la hermana de Almanzor le confesó al Señor de Salas que estaba esperando un hijo suyo; preguntándole lo qué quería que hiciera cuando naciese. Éste le contestó que si naciera varón le dijera quién era su padre y se lo enviara a Salas al cumplir la mayoría de edad. A continuación, partió en dos un anillo y le entregó una mitad con el encargo de que se lo diera al niño.

Cuando nació el niño, la princesa mora le puso de nombre Mudarra y de apellido González (el mismo apellido de los siete infantes). El entrenamiento guerrero lo recibió de su tío Almanzor, convirtiéndose en un gran caballero. Cuando Mudarra alcanzó la mayoría de edad su madre le contó la macabra historia de su padre y de sus hermanastros, entregándole la mitad del anillo. Lógicamente impresionado, Mudarra fue a pedir permiso a su tío Almanzor para ver a su padre; éste no solo estuvo de acuerdo con su iniciativa sino que le facilitó un numeroso grupo de guerreros para que le acompañaran. Con ellos Mudarra se presentó ante Gonzalo Gustios, le repitió lo que le había contado su madre y le entregó la mitad del anillo. Su padre lo reconoció, lo acogió en su casa y pasaron unos días juntos. Cuando la relación entre ambos se transformó en una gran confianza, Mudarra le confesó a su padre que había venido a vengarse; pero que para ello quería conseguir su permiso. Puestos de acuerdo, y acompañados de trescientos caballeros, padre e hijo se dirigieron a Burgos para hablar con el conde Garcí Fernández (el primo de Doña Lambra). Al ir a entrevistarse con él, se encontraron con que allí estaba también el Señor de Lara. Mudarra y algunos de sus acompañantes desafiaron allí mismo a Ruy Velázquez; éste negó las acusaciones y les llamó mentirosos. Mudarra trató de contestarle espada en mano; pero el conde intervino, decretando tres días de tregua entre las partes.

Mudarra y su padre se retiraron, en tanto que el Señor de Lara pernoctó en el castillo del conde, con la idea de tratar de aprovechar la oscuridad de la noche para alcanzar su casa de Barbadillo del Mercado. Pero cuando Ruy Velázquez y su guardia iban de camino hacia sus dominios, fueron sorprendidos por una emboscada preparada por Mudarra; en ella el Señor de Lara y los treinta caballeros que lo escoltaban perecieron.

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A continuación, Mudarra capturó a doña Lambra en su casa de Barbadillo; haciéndola quemar viva. Con el paso del tiempo, el pueblo de Gonzalo Gustios y los infantes pasó a llamarse Salas de los Infantes; aunque estos han pasado a la historia con el apelativo “de Lara” el nombre de su pérfido señor feudal y del alfoz donde está Barbadillo del Mercado y el mencionado pueblo de Salas.

Texto de Ignacio Suárez-Zuloaga e ilustraciones de Ximena Maier