Según el encantamiento, cada cien años podría salir, el día de la víspera de San Juan, durante tres días de la torre, para continuar la guardia en el puente del Darro, donde se habían encontrado. Durante esas 72 horas tendría la oportunidad de encontrarse con alguien capaz de romper el hechizo.
En sus dos “salidas” anteriores no había encontrado a nadie que le pudiera ver y al que contarle su situación. Vicente, al llevar el anillo con la estrella de Salomón, que le protegía de los hechizos, había sido la primera persona con la que había sido posible hablar, desde 1492. El soldado le señaló un gran cofre donde se encontraba el tesoro y le propuso compartir su contenido si le ayudaba a romper el hechizo.
Vicente debía de encontrar a un hombre verdaderamente santo que, tras haber ayunado durante veinticuatro horas, fuera capaz de anular el hechizo. Además, debía de traer consigo una doncella virtuosa que tocara el cofre con el amuleto de Salomón. Otra condición era que la ceremonia se celebrase de noche. Por último, todo debería de ocurrir antes de la medianoche del día 26 de junio pues, de lo contrario, el soldado permanecería cien años más montando guardia.
El tuno se consideró un hombre predestinado. Todo coincidía: tenía el anillo y conocía a un sacerdote y a una doncella adecuados. Además, la propuesta resultaba irresistible, no sólo porque saldría de pobre -y podría cantar cuando y para quien le pareciera y no por obligación- sino porque podría conseguir demostrarle al cura que era un hombre valiente, justo y rico. Finalmente, estaba seguro de que la sobrina le aceptaría como esposo. ¡Qué ilusión! Ahora solo tenía que hacer que el cura se creyera esa historia tan poco habitual. Rápidamente aceptó el trato y se volvió a la posada. Aquella noche no pudo dormir. Al día siguiente, en cuanto la hora le pareció prudente, nuestro tuno se presentó en casa del cura. Éste le escucho con atención, y… sorprendentemente dio crédito a una historia que le sacaba de su rutina y le permitiría volver a ejercitar sus habilidades como exorcista. Además, se ilusionó con la parte del tesoro que iba a conseguir y las piadosas obras que podría financiar.
La doncella, que escuchó absorta el relato de Vicente, le regaló un par de radiantes miradas, ilusionada como estaba de ofrecer su grácil mano a tan justa causa. Pero dada la premura por llevar a cabo el ceremonial, se presentó un obstáculo imprevisto. La doncella, además de las numerosas virtudes antes enumeradas, era tan buen cocinera como glotón el sacerdote, razón por la cual el clérigo encontraba poco menos que imposible el ayunar durante veinticuatro horas. El asunto fue considerado, el cura rezó al Señor para que le diera fuerzas y trabajosamente, después de caer en la tentación, el sacerdote consiguió permanecer las veinticuatro horas seguidas sin comer.
En las horas previas al final del plazo, Vicente llevó al sacerdote y a su sobrina hasta la torre. Al llegar a la puerta, acercó el anillo a la misma y el agujero se abrió a sus pies. Bajaron y encontraron al soldado encantado. Tras unas breves introducciones y el interrogatorio del soldado por parte del cura, éste quedó satisfecho, ejecutó un exorcismo y le tocó el turno a la doncella. Vicente la miró, le entregó el anillo y ella lo acercó al cofre acorazado. El cofre se abrió y aparecieron ante sus ojos fabulosas joyas. Inmediatamente, el tuno se acercó y recogió las primeras joyas, que introdujo en su bolsillo.
El soldado encantado le interrumpió y, con sentido práctico, propuso que sacaran el cofre de la torre y se repartieran el tesoro afuera. Y a empujar el cofre hacia la puerta se pusieron todos, salvo el sacerdote que, al estar muy hambriento, se puso a comer la merienda que se había traído para saciar su hambre. Acabado de engullir el alimento, le dio a la chica un pasional beso de triunfo.