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El soldado encantado de la Alhambra

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El soldado encantado de la Alhambra es una leyenda famosa leyenda granadina… ¿o algo más que una leyenda? A finales del siglo XVIII, Vicente era uno de tantos estudiantes pobres de la universidad de Salamanca que debían de ganarse el dinero con el que pagarse sus estudios. En su caso, miembro de la tuna, su desparpajo, su voz y su guitarra constituían sus medios de vida.

Finalizado el curso, el día antes de irse a “correr la tuna”, pasó por delante de la cruz de piedra situada delante del seminario de San Cipriano y respetuosamente le dirigió una invocación al santo. Entonces, vio que al pie de la cruz yacía un anillo plateado; lo recogió y observó que tenía un sello con el símbolo cabalístico de la estrella de seis puntas, el emblema del rey Salomón. Considerándolo un obsequio del santo, se lo introdujo en un dedo y continuó su camino.

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Aquel año Vicente dirigió sus correrías hacia la ciudad de Granada, a la que se encaminó animosamente. En sus calles se dedicó a cantar y tocar su guitarra, recogiendo limosnas de los viandantes. Por las noches animaba las veladas de una posada, en la que recibía cama y comida a cambio de la música y las chanzas con que divertía a los clientes. Como buen tuno, aprovechaba cualquier ocasión para cortejar a las bellas granadinas con que se iba encontrando; solía tender su capa para que ellas la pisaran, mientras les dirigía todos los requiebros que le permitían.

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Un día, cuando se encontraba cantando a la vera de una fuente, se fijó en una bellísima doncella que venía acompañando a un sacerdote. Vicente se les acercó, les cantó y trató de entablar una conversación, pero no tuvo éxito. El sacerdote ni lo miró -no estaba dispuesto a darle ningún dinero a aquel malandrín- en tanto que la joven mantuvo sus ojos fijos en el suelo. El sacerdote, cansado de Vicente y de sus canciones, se dispuso a marcharse, ocasión que aprovechó la doncella para mirar fugazmente al tuno. El joven se dio cuenta y no pudo evitar que se le desbocara el corazón. Emocionado, el tuno siguió a cierta distancia a la pareja, hasta llegar a la casa donde vivían. Un vecino le informó que se trataba de un tío y de su sobrina. Parece ser que el clérigo era uno de los más sabios e influyentes de la ciudad; en cuanto a ella, era apreciada por todos a causa de su modestia y su servicialidad.

En las siguientes jornadas, el estudiante estuvo merodeando por los alrededores de la casa del cura. En ocasiones se encontró con él y, poco a poco, fueron cruzando algunas palabras de saludo. Y así fue discurriendo al mes de junio. El día 23, víspera de San Juan, la ciudad cobró especial dinamismo. Por la tarde, Vicente vio cómo la gente acumulaba leña en los descampados próximos a los ríos Darro y Genil. Ya de noche, se fueron encendiendo hogueras, alrededor de las cuales se agrupaban amigos y familiares. Nuestro tuno empezó a ir de una a otra hoguera, animando a los grupos con sus canciones y ocurrencias.

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Solía aceptar algunos tragos de vino y acababa marchándose con las monedas que le entregaban de propina. Entre tanta animación, el tuno trataba de parecer alegre pero estaba triste. El cura y la chica de sus sueños no habían salido de casa. Mientras pensaba en su amada, sentado en la barandilla de uno de los puentes del Darro, Vicente se fijó en un personaje insólito. A unos pasos, ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor, un hombre vestido de soldado medieval permanecía inmóvil, como haciendo guardia. Aún más sorprendente era el hecho de que, a pesar de semejante actitud y atuendo, ninguno de los que pasaban por allí se fijase en él. Intrigado, se le acercó, preguntándole por su actitud y atuendo. El caballero le contestó que llevaba tres siglos haciendo guardia, pero que ésta llegaba a su fin.

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A continuación, preguntó a Vicente si quería hacer fortuna. Atónito, el estudiante le contestó que claro que sí, pero que no a costa de hacer algo deshonroso. El soldado le tranquilizó en ese sentido y le animó a que le acompañara. Como buen tuno aventurero, dejó que prevaleciera la curiosidad sobre la prudencia, y se puso a seguir al caballero.

Después de una buena caminata, llegaron a las ruinas de una solitaria torre de vigilancia. Al acercarse a la puerta, el vigilante golpeó con su lanza el suelo. Con un gran estruendo, las losas del empedrado se apartaron, dejando un hueco. Ambos descendieron por unas escaleras hasta llegar a una sala en la que el soldado le contó una historia asombrosa. El soldado dijo ser un miembro de la guardia de los Reyes Católicos que, al finalizar el asedio de Granada, ¡en 1492!, había ayudado a un clérigo musulmán a esconder algunos de los tesoros del Rey Boabdil. Por lo visto el moro le hizo un encantamiento para que no pudiera salir de la torre -y escaparse con el tesoro-, ordenándole que esperara. El sacerdote musulmán nunca volvió a por él. Y allí permanecía, entre vivo y muerto, desde entonces.

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Según el encantamiento, cada cien años podría salir, el día de la víspera de San Juan, durante tres días de la torre, para continuar la guardia en el puente del Darro, donde se habían encontrado. Durante esas 72 horas tendría la oportunidad de encontrarse con alguien capaz de romper el hechizo.

En sus dos “salidas” anteriores no había encontrado a nadie que le pudiera ver y al que contarle su situación. Vicente, al llevar el anillo con la estrella de Salomón, que le protegía de los hechizos, había sido la primera persona con la que había sido posible hablar, desde 1492. El soldado le señaló un gran cofre donde se encontraba el tesoro y le propuso compartir su contenido si le ayudaba a romper el hechizo.

Vicente debía de encontrar a un hombre verdaderamente santo que, tras haber ayunado durante veinticuatro horas, fuera capaz de anular el hechizo. Además, debía de traer consigo una doncella virtuosa que tocara el cofre con el amuleto de Salomón. Otra condición era que la ceremonia se celebrase de noche. Por último, todo debería de ocurrir antes de la medianoche del día 26 de junio pues, de lo contrario, el soldado permanecería cien años más montando guardia.

El tuno se consideró un hombre predestinado. Todo coincidía: tenía el anillo y conocía a un sacerdote y a una doncella adecuados. Además, la propuesta resultaba irresistible, no sólo porque saldría de pobre -y podría cantar cuando y para quien le pareciera y no por obligación- sino porque podría conseguir demostrarle al cura que era un hombre valiente, justo y rico. Finalmente, estaba seguro de que la sobrina le aceptaría como esposo. ¡Qué ilusión! Ahora solo tenía que hacer que el cura se creyera esa historia tan poco habitual. Rápidamente aceptó el trato y se volvió a la posada. Aquella noche no pudo dormir. Al día siguiente, en cuanto la hora le pareció prudente, nuestro tuno se presentó en casa del cura. Éste le escucho con atención, y… sorprendentemente dio crédito a una historia que le sacaba de su rutina y le permitiría volver a ejercitar sus habilidades como exorcista. Además, se ilusionó con la parte del tesoro que iba a conseguir y las piadosas obras que podría financiar.

La doncella, que escuchó absorta el relato de Vicente, le regaló un par de radiantes miradas, ilusionada como estaba de ofrecer su grácil mano a tan justa causa. Pero dada la premura por llevar a cabo el ceremonial, se presentó un obstáculo imprevisto. La doncella, además de las numerosas virtudes antes enumeradas, era tan buen cocinera como glotón el sacerdote, razón por la cual el clérigo encontraba poco menos que imposible el ayunar durante veinticuatro horas. El asunto fue considerado, el cura rezó al Señor para que le diera fuerzas y trabajosamente, después de caer en la tentación, el sacerdote consiguió permanecer las veinticuatro horas seguidas sin comer.

En las horas previas al final del plazo, Vicente llevó al sacerdote y a su sobrina hasta la torre. Al llegar a la puerta, acercó el anillo a la misma y el agujero se abrió a sus pies. Bajaron y encontraron al soldado encantado. Tras unas breves introducciones y el interrogatorio del soldado por parte del cura, éste quedó satisfecho, ejecutó un exorcismo y le tocó el turno a la doncella. Vicente la miró, le entregó el anillo y ella lo acercó al cofre acorazado. El cofre se abrió y aparecieron ante sus ojos fabulosas joyas. Inmediatamente, el tuno se acercó y recogió las primeras joyas, que introdujo en su bolsillo.

El soldado encantado le interrumpió y, con sentido práctico, propuso que sacaran el cofre de la torre y se repartieran el tesoro afuera. Y a empujar el cofre hacia la puerta se pusieron todos, salvo el sacerdote que, al estar muy hambriento, se puso a comer la merienda que se había traído para saciar su hambre. Acabado de engullir el alimento, le dio a la chica un pasional beso de triunfo.

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Mejor que se hubiera aguantado un poco más sus impulsos porque inmediatamente finalizado el beso, el cofre se cerró solo, y volvió con fuerza irresistible a su posición original. Sacerdote, ¿doncella? (dejémoslo en jovencita) y tuno se encontraron súbitamente impulsados al exterior. Cuando se repusieron de su sorpresa, no vieron rastro del agujero por donde habían entrado. Trataron de buscar el anillo para volver a entrar, pero la chica lo había dejado en el suelo, para empujar el cofre, por lo que se había quedado dentro.

Vicente se revolvió muy enfadado hacia sus compañeros. Miró muy dolido a la chica y se encaró con el cura, al que dijo: “Ese beso tuvo más de pecador que de santo”. El sacerdote bajó los ojos, con un gesto compungido.

Según le contaron en Granada a Irving, Vicente había guardado suficientes joyas en el bolsillo como para poder finalizar sus estudios sin problemas y situarse en la vida. El sacerdote, para enmendar sus pasados errores, entregó la joven a Vicente para que se casara con ella, y la pareja tuvo el primero de sus muchos hijos a los siete meses. El primogénito resultó ser más robusto que sus hermanos, que por lo demás, nacieron a su debido tiempo.

Esta historia, con diversas variantes, se continúa contando por Granada. Incluso hay quienes afirman que el soldado encantado sigue haciendo guardia bajo la granada de piedra del puente del Darro, siendo sólo visible para quienes llevan una sortija con la estrella de Salomón. Evidentemente, si la leyenda es cierta -y no hay motivo para dudar de ella- quienes eso afirman han bebido demasiado (o son comerciantes de la zona, que quieren promover el turismo, aún faltando a la verdad), ya que el propio soldado confesó que sólo le dejaban salir tres días cada cien años. En cualquier caso, es sólo un pequeño fallo dentro de una historia muy bonita.

Texto redactado por Ignacio Suarez-Zuloaga, inspirado en un cuento de Washington Irving. Ilustraciones de Ximena Maier.

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