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Milagro y gafe de Santa María la Real

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Santa María la Real es una legendaria iglesia íntimamente ligada a la figura de García Sánchez III, rey de Pamplona y de Nájera (1035 -1054); a éste se le conoce como “el de Nájera” por haber nacido y vivido en dicha localidad, donde estableció su corte. En las crónicas que han llegado a nosotros se habla de un personaje muy agraciado físicamente: alto, fuerte y rubio. Llegó a tener ocho hijos con su esposa Estefanía, prole que aumentó aún más con dos hijos bastardos que tuvo con otras mujeres de su entorno.

Hacia el año de 1044, García Sánchez observó como su halcón perseguía a una perdiz y se introducía en unos matorrales adosados a una pared. El rey, preocupado porque su halcón no regresaba, se abrió camino entre la espesa vegetación descubrió una cueva en la que se adentró. La visión del interior de la cueva le dejó maravillado: el halcón descansaba apaciblemente junto a una perdiz debajo de un rústico altar con la imagen de una virgen con un niño en brazos; tenía a sus pies una lámpara de luz muy viva, una jarra de blancas y frescas azucenas —denominadas allí `terrazas´— y una campana. ¡Un milagro!

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El rey, conmovido por lo que consideró un indudable milagro, le dio a la imagen el nombre de Santa María en la Cueva. Para albergarla adecuadamente ordenó edificar en las proximidades de la cueva un templo, dotado de un monasterio y un hospital para los peregrinos del Camino de Santiago. Finalmente, decidió darle una orientación castrense a tan evento fundando la primera orden militar de España. La denominó con el nombre de las azucenas blancas y la jarra colocadas al pie de la Virgen: la Orden de la Terraza. Como desde hacía tiempo consideraban la conveniencia de emprender la conquistarle al reino musulmán de Zaragoza la rica ciudad de Calahorra, ésta sería la primera prueba para la nueva Orden de la Terraza.

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El 30 de abril del año siguiente, las tropas del rey consiguieron tomar al asalto la ciudad musulmana. El enorme botín conseguido permitió financiar el templo prometido a la Virgen por el milagro del que había sido testigo: el Monasterio de Santa Maria la Real, que se inauguró en Nájera con gran pompa el 12 de diciembre de 1052.

A la consagración de Santa Maria la Real acudieron sus hermanos, los reyes Fernando I de León y Ramiro I de Aragón, así como el conde Ramón Berenguer I de Barcelona, con otros magnates y nobles de las cuatro cortes, así como los obispos de Nájera, Álava y Pamplona.

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Santa María la Real de Nájera

No se recordaba una reunión semejante en la España cristiana. García decidió custodiar allí las reliquias más importantes del reino para fomentar la peregrinación al templo. Se trajeron los cuerpos de San Prudencio y de San Vicente Mártir desde el monasterio del monte Laturce, entre otras reliquias. Al intentar trasladar a Santa Maria la Real el cuerpo de San Felices (o Félix) de Bilibio, desde unas peñas próximas a Haro, comenzaron los problemas. El encargo del traslado se lo encomendó al obispo de Álava, de quien dependía el lugar. El prelado se dirigió allí con un grupo de caballeros, que deberían de escoltar las reliquias hasta Nájera. Cuando abrieron la sepultura, el obispo se dio cuenta de que una fuerza irresistible le hacía separarse del túmulo, mientras que, simultáneamente, comenzaba a deformársele la cara. Para mayor abundamiento de que no era voluntad sagrada semejante traslado a Santa Maria la Real, se desató una terrible tormenta. Obispo y acompañantes, mojados y aterrados, cejaron en su empeño y abandonaron el lugar a uña de caballo. El relato de un milagro tan inconveniente debió de dejar preocupado al monarca. Más aún, cuando se comprobó que al obispo de Álava no se le paliaba la deformación del rostro, quedándosele de por vida “cara de tonto”, prueba inequívoca de que San Felicio no quería ir a Santa Maria la Real. Siendo el rey un hombre perseverante, pensó en otra alternativa para realzar la colección de reliquias de su nuevo templo. Si no podía custodiar a San Felices, podría hacerlo con San Millán, que había sido discípulo de San Felices y que era aún más milagrero (véase San Millán y sus milagros). El hecho de que San Millán hubiera sido proclamado santo por su padre, el rey Sancho III el Mayor poco años antes debería de facilitar su gestión. Decidió entonces trasladar sus restos desde el monasterio de Suso a Nájera.

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Para asegurarse de que esa vez no se produjera ningún percance y se llegara hasta Santa Maria la Real, García Sánchez supervisó en persona el traslado el 29 de mayo de 1053. Al abrir la sepultura no le ocurrió nada extraño, ni al rey ni a nadie del grupo que le acompañaba por lo que la caja, con los restos, fue cuidadosamente colocada en una carreta. A continuación, la reliquia seguida de una comitiva abandonó el monasterio de Suso y descendió hasta el valle. De repente, los bueyes que tiraban de la carreta se quedaron inmóviles y no hubo manera de hacerlos avanzar.

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Ante la imposibilidad de mover la carreta y —posiblemente— ante el peligro de que se le pusiera “cara de tonto” a más de uno, el rey y el resto de los presentes concluyeron rápidamente que se hallaban ante un milagro; por ello desistieron en el intento de trasladar las reliquias de San Millán a Santa Maria la Real.

Por si acaso su acción tuviera consecuencias retardadas, el rey decidió congraciarse con San Millán y mandó edificar un monasterio en el lugar donde se pararon los bueyes. Ordenó también que el monasterio fuera de dimensiones tan importantes como el de Nájera; así comenzó la construcción del monasterio de Suso, donde todavía hoy se conserva el cuerpo del santo.

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Sepulcro de San Millán en el Monasterio de Suso

Texto de Ignacio Suárez-Zuloaga e ilustraciones de Ximena Maier