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Conmovedora Plaza del Diamante

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Imagínese el lector a una artista sola, sentada en un banco, en un estado de práctica inmovilidad de cintura para abajo; empleando casi exclusivamente como medios de expresión la voz y la gestualidad de su cara. Para más sorpresa, la única protagonista está emplazada en un escenario oscuro, sin más decorado que un banco y una tira de bombillas de fiesta de barrio; y los únicos cambios ambientales —durante la hora y cuarto que dura la función— son algunos leves cambios en la intensidad de las lucecitas y un breve lapso de oscuridad total al final de la función. Créame que no exagero, según las costumbres y técnicas de los espectáculos tal carestía de recursos interpretativos resultan suicidas; peligrosamente insuficientes para mantener la atención de unos espectadores que acuden al teatro a entretenerse y que esperan acción, ajetreo, observar la evolución de personajes por el escenario. Elevadísimo riesgo de muermo para personas que han trabajado durante todo el día y a las que hay que animar durante el espectáculo.

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Si a semejante combinación de limitaciones añadimos la identidad de la protagonista del monólogo, la propuesta pasa a ser descabellada. La cantante y actriz ocasional Lolita —racial gitana de aspecto y de temperamento, con una poderosa y dinámica presencia en el escenario— es la encargada de interpretar el papel de una frágil y desvalida barcelonesa de los años veinte; un personaje que se hizo popular por la interpretación que de ella hizo en su versión filmada la delgadísima, delicada y pálida Silvia Munt. Una contraposición chocante entre el estereotipo fijado en la mente de los millones que hemos visto ese film a lo largo de los años y la actríz elegida para esta función. Tan es así que —según declaró la propia  Lolita— varios meses tardó en decidirse a asumir un papel tan alejado morfológicamente de su aspecto. Para complicar aún más el asunto, en el escenario Lolita está interpretando a una persona durante unos treinta años: desde la primera juventud hasta el comienzo del declive físico. Algo que debe de representar sin cambio alguno de maquillaje o atuendo.

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Pues lo cierto es que la función funciona; y, además, extraordinariamente. Unos aplausos prolongados e intensos al finalizar; de más de tres minutos el día que yo asistí. La primera razón está en la extraordinaria adaptación de la novela de Mercé Rodera que llevaron a cabo el director Joan Ollé y Carles Guillén. Han sabido recoger todos los elementos ambientales de la narración de La Plaza del diamante, de modo que es posible ir imaginando los cambios de aquel populoso barrio barcelonés durante los años veinte, treinta y cuarenta. Impulsado por la inmovilidad de la monologuista y la excelencia del relato yo llegué a cerrar los ojos y a seguirlo exclusivamente a través de la voz durante más de un cuarto de hora, imaginando mentalmente lo que se me relataba (y recordaba de haber visto la película) sobre la guerra civil y la primera posguerra; una ocurrencia que recomiendo a quien vaya a verla. Éste experimento solo es posible cuando quien interpreta tiene la voz y la excelente vocalización de Lolita; capaz de seducir completamente a quien la escucha. Aquí se nota el oficio de cantante de la protagonista, con una capacidad de comunicación que debió de llegar hasta la última fila del patio de butacas. Yo tuve la fortuna de observar su conmovedora gestualidad, desde los gestos modositos e ingenuos a los dolores desgarradores, pasando por el miedo, la esperanza y tantos otros registros vitales de esos años que se recorren a lo largo de la obra. Detalle maravilloso es que al finalizar la obra, cuando un primer espectador rompió el silencio liderando los aplausos, Lolita hizo un gesto como de despertar; como si hubiera estado traspuesta y hubiera bajado de un sueño que nos habría estado narrando. Maravilloso. La guinda del pastel. Uno de esos casos en que el espectador se da cuenta de cuan cautivado ha estado durante la función.

Texto de Ignacio Suárez-Zuloaga.