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La maldición que condena a Fuerteventura a desaparecer

Paisaje de la Playa del Cofete de Fuerteventura

Fuerteventura es la isla más antigua del archipiélago canario. Antiguamente conocida como Erbania, la isla es la segunda más grande de Canarias y la de mayor longitud. A principios del siglo XV comenzó la conquista del archipiélago. La colonización por parte de la corona castellana hizo que la población aborigen, los guanches, se acabase mezclando con españoles, portugueses, franceses, flamencos e italianos. Justamente es este proceso el que origina la leyenda más famosa de Fuerteventura, la de una maldición que la condenó a desaparecer.

La conquista de la isla

Fuerteventura fue conquistada por los normandos de Jean de Bethencourt y Gadifer de la Salle. En 1402, tras asentarse en Lanzarote, la expedición llevó a cabo incursiones en la isla vecina. Tan solo dos años después, en 1404, fundaron el primer asentamiento de Fuerteventura, Betancuria, la cual acabaría por convertirse en la capital. La isla quedó controlada por Gadifer en 1405, después de un periodo de convivencia entre conquistadores y aborígenes. Finalmente, en 1476 el territorio pasó a ser un señorío territorial, dependiente de los Reyes Católicos.

Vista del pueblo de Betancuria con la torre de la iglesia
Betancuria fue el primer asentamiento de Fuerteventura trasla colonización. | Shutterstock

Por esta época, la Corona de Castilla nombró a Pedro Fernández de Saavedra gobernador de las islas afortunadas. Este señor era tan conquistador de batallas como de mujeres y tras poner un pie en Fuerteventura cobró gran fama entre las muchachas aborígenes por sus aventuras y su desmedido afán seductor. Sin embargo, don Pedro no tardó en contraer nupcias con Constanza Sarmiento, con la que tuvo 14 hijos. Aunque cabe mencionar que también dejó a su paso una elevada cifra de vástagos ilegítimos.

Una tragedia digna de novela

Cuenta la leyenda que uno de los hijos de Pedro y Constanza, Luis Fernández de Herrera, se convirtió con el paso de los años en un apuesto joven muy parecido a su padre. Heredó de él todos sus malos vicios y ninguna de sus virtudes. Era presuntuoso y soberbio, sin ningún talento para la lucha, pero sí para seducir a las jóvenes isleñas que lo admiraban como a un héroe.

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Molino en paisaje volcánico de Fuerteventura
Cuenta la leyenda que el hijo de don Pedro se encaprichó de una doncella. | Shutterstock

Un día, el hijo del señor de las islas, se encaprichó de una hermosa doncella guanche, llamada Fernanda. Ella se resistió a sus coqueteos durante un tiempo, hasta que un día aceptó la invitación de Luis para acudir a una cacería organizada por su padre. Tras el extenso banquete, el galán la invitó a dar un paseo. Cuando el momento le pareció el adecuado, trató de abrazarla. Fernanda, asustada, se defendió dando grandes voces a las que acudieron los cazadores presenciando la escena entre la pareja.

Sin embargo, antes de que cualquiera de los participantes de la cacería pudiera llegar hasta ellos, un labrador indígena intentó defenderla. Esto provocó las iras de Luis, quien ofendido y molesto, desenvainó su puñal para tratar de matar al campesino. Después de unos segundos de lucha por el control del puñal, el labrador consiguió arrebatarle el puñal. No obstante, cuando iba a clavárselo llegó el gobernador de las islas, dispuesto a todo para salvar a su hijo. Don Pedro, a todo galope, embistió con su caballo al campesino y lo derribó, muriendo este en el acto.

La maldición de Laurinaga

Tras el asesinato del joven campesino, apareció de entre los árboles una anciana indígena, que resultó ser la madre del labrador. La vieja, con la mirada empañada por ver a su hijo muerto, se dio cuenta de lo que acababa de ocurrir. Alzó la cabeza para reconocer al causante se aquella muerte y encontró a don Pedro. Le reconoció al instante, aquel hombre le había seducido durante su juventud y fruto de este romance había tenido a aquel hijo que acababa de morir. La anciana, ciega de dolor, le hizo saber que ella era Laurinaga, y que aquel hombre al que acababa de matar era también su vástago. Luego, elevó los ojos al cielo e invocó a sus dioses guanches para maldecir con una voz rota por el dolor a la tierra de Fuerteventura y a su señor por ser el causante de todas sus desgracias.

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Vista de Fuerteventura desde el mirador Morro Velosa
La maldición convertirá a la isla en un esqueleto agonizante. | Shutterstock

Dicen las gentes isleñas que, a partir de aquel momento, empezaron a soplar unos ardientes vientos, procedentes del desierto del Sáhara. La tierra de la isla y sus flores comenzaron a marchitarse, convirtiendo Fuerteventura en un esqueleto agonizante, que según la maldición de Laurinaga, acabará por desaparecer.

Los antiguos canarios

Estatuas de guanches en una plaza de Tenerife
Los guanches tenían dioses propios. | Shutterstock

Los aborígenes de las islas, también conocidos como “antiguos canarios” o mayoritariamente “guanches”, engloban a los diversos pueblos de origen bereber que habitaban las islas Canarias antes de la colonización castellana en el siglo XV. En el momento de la conquista, Fuerteventura estaba dividida en dos cantones guanches. Maxorata, al norte, estaba gobernada por Guize y Jandía, al sur, quedaba regida por Ayoze. Los territorios de ambas tribus estaban separados por una muralla de la que aún se conservan vestigios en el istmo de la Pared.

Los guanches tenían dioses propios, eran distintos en cada isla, pero tenían conceptos comunes. La principal fiesta religiosa de los antiguos canarios era el Beñesmer o fiesta de la cosecha. En Fuerteventura, adoraban a la montaña de Tindaya, donde se ofrecían presentes en un culto de tipo solar. También se han hallado en esta montaña una serie de grabados rupestres, los llamados podomorfos. Sea como fuere, su folclore sigue vivo en leyendas como la de este artículo, que condena a esta peculiar isla.