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Miradas del Camino, testimonios para entender la emoción jacobea

Miradas del Camino, testimonios del Camino de Santiago

¿Qué lleva a una persona a tomar la decisión de dedicar un tiempo exclusivo de su vida a andar? El Camino de Santiago es andar, andar y andar. Descansar y seguir andando. Mirar al frente, tomar aire, seguir las flechas, llegar al siguiente pueblo, al siguiente albergue, a Santiago de Compostela. Tal vez al fin del mundo de la Antigüedad, donde antaño se quemaban las ropas usadas y los malos recuerdos, esperando con ello renacer.

¿Qué lleva a una persona a echarse al Camino, ese sendero que se escribe con mayúsculas sin necesidad de apellido? La fe, desde su origen. Más tarde, la introspección, la valentía de tratar de conocerse mejor, de superarse, de buscar los tiempos con uno mismo que en la rutina se pueden quedar en el camino, con minúscula. La búsqueda de la belleza, de una experiencia única, de unas postales que de otro modo no se encontrarían, de unas historias que de otro modo no se descubrirían.

¿Qué lleva a una persona, por tanto, a echarse al Camino? El espíritu, la mente, el cuerpo. Tantas razones como Caminos hay, porque hay tantos Caminos como formas de mirar hacia el sendero.

Las promesas que se llevan y las promesas que se encuentran

Miradas del Camino - Mireia
Fotografía: Paula Garvi

Mireia dedica una mirada serena a la cámara y da la sensación de que es así como se está tomando su primera experiencia en esto del peregrinaje. Llegó desde Barcelona amparada por una de las razones más habituales por las que una persona puede empezar a andar: una promesa. “Mi abuelo era de Melide. Hace dos años que murió y siempre me decía que hiciera el Camino en año Xacobeo. Y me dije: pues este es el año”, explica.

Hay cansancio en sus gestos y en sus palabras, el mismo cansancio que comparte con las decenas de peregrinos que llegan cada día a Arzúa, punto de unión entre Camino Francés y Camino del Norte. A Arzúa se llega, desde Palas de Rei, después de una etapa conocida como la “rompepiernas”, atributo que se refleja en los ojos de Mireia.

En sus ojos, sin embargo, también viven esas otras promesas que uno encuentra en el Camino, que se añaden a la mochila a medida que se anda. Por ejemplo, la promesa de vivir una experiencia única que sirve para probarse a uno mismo. “Cuando se lo dije a mi madre, a mi suegra, me decían: tú no vas a poder. Pero sí”, explica. Habla de la importancia de elegir el Camino a medida de cada uno, de lo bello de conocer a otros peregrinos y de la satisfacción de hacer una cosa “que no pensabas que ibas a hacer”. El Camino es esta promesa que Mireia llevó consigo y también otras muchas que uno puede ir encontrando.

El amor en la mochila

Miradas del Camino - Inmaculada
Fotografía: Paula Garvi

Inmaculada explica que ella no está viviendo un Camino cualquiera. Se advierte de inmediato en unos ojos que brillan incluso ocultos tras las gafas de sol. Habla como si midiese las emociones, seguramente sin ser consciente de la tremenda capacidad que tiene de contagiarlas a quienes la rodean. “Para mí está siendo brutal, porque ha sido un año muy difícil”, comienza, y toma aire: “he perdido a mi madre. La perdí el 16 de agosto. A mi padre, seis meses después. Ha sido un año muy complicado. De hecho, empezamos a pagar esto en febrero y hasta el último momento decía: no me subo al autobús. Pero necesitaba respirar, llenarme de Dios y aceptar, pasar mi duelo”.

Inmaculada tomó ese autobús en Puente Genil, Córdoba, junto a su marido y un grupo de personas a las que no conocía. Es peregrina habitual, pero es su primera vez en el Camino que lleva a Santiago de Compostela. “Me gusta ir con gente que no conozco, porque eso es oro puro. Es donde veo al Señor, en el amor que el otro te da”. Acompaña a un grupo que partió de Cabra, también en Córdoba, organizado por el sacerdote del lugar, Mario. Sin él, cuenta, no hubiera sido posible. Y aunque el dolor tras la pérdida se hace, con cada palabra, más perceptible, nunca deja de reconocer ese mantra que vive en torno al Camino. “Vas reventado, los gemelos los tengo aquí arriba, pero te da igual. Me da igual que me salgan ampollas, que me salga lo que sea, que no me lo quiero perder”, asegura, recuperando la fuerza en la voz.

La llegada a Santiago, para Inmaculada, resume de algún modo lo que es este sendero para una persona que lo realiza desde la fe y desde el amor. Desde la necesidad de curarse y también de agradecer. “Cuando tienes una meta, en este caso con el dolor añadido del año de sufrimiento que he tenido, entre la libertad que sientes haciendo el Camino y la conexión contigo mismo… Son muchas horas, muchas horas de pensar, de estar con una a solas, por así decirlo. Entonces, cuando llegas allí y llegas a los pies del Apóstol… Ves que ese sacrificio ha merecido la pena”, cuenta, y eriza la piel. Porque en su voz están todas las emociones que viven en el Camino. “Es una sensación de satisfacción”, continúa, “de ver que eres capaz. Porque lo dudas durante el recorrido, porque ya tienes una edad, porque te cansas, porque te duele todo. Y entonces, cuando llegas allí, dices: he podido”.

Inmaculada pudo, con una mochila quizá más pesada que la del resto. Pesada por la pérdida pero también por el amor que cargaba con ella. Pudo y quiere más: “mi marido ya está: ahora tenemos que hacer el Portugués. Queda una sensación de… Más. Una semana es poco. Por lo menos yo, necesito más”.

La vida del peregrino

Miradas del Camino - Daniel
Fotografía: Paula Garvi

Daniel responde con una sonrisa al interrogante de cómo termina un sueco viviendo en A Coruña y convirtiéndose en guía del Camino de Santiago. Estudió turismo y quería probar sus alas, cuenta. España le pareció un buen lugar en el que hacerlo, porque es uno de los países que más saben de la pasión que quiso convertir en profesión. Sin embargo, no fue en España cuando conoció a la mujer que le llevó a A Coruña: fue en Noruega. “Y antes de casarnos, tener niños y todo eso, quería hacer el Camino. Porque era todavía joven y quería entender más España, lo que es España, dónde vivo, qué es esto. Aprendí muchísimo”, comienza.

Daniel ha caminado por los diferentes senderos del Camino más de ochenta veces, explica, ayudando a otros peregrinos y convirtiendo experiencias ajenas en propias. Sigue absorbiendo conocimientos, vivencias y emociones. Tiene anécdotas que ocuparían toda una etapa de charla. “Por contar una de esas cosas, donde empecé a aprender… Yo hacía el Camino desde Pamplona, andando. Los primeros días lo hacía todo mal, como no debía hacerlo, como todos. 40 kilómetros al día, en tres días 120 kilómetros. El cuerpo empezaba a decir: esto es una locura. Estaba muy cansado”, comienza.

Y continúa: “llegué a un pueblo fuera de Burgos. Yo estaba empeñado en ir mucho más lejos, pero no podía más. Entré allí, empecé a tomar un vinito, otro vinito, un menú del día, y vi, en ese momento, a unos señores jugando a cartas. Empecé a mirar por las paredes, a entender las fotos que estaban allí de unos chavales jóvenes, también jugando a cartas. Estaba mirando a estos señores que estaban allí y, en un momento de esas magias que solo pasan en el Camino de Santiago, el hombre del bar me miró, porque entendió que yo entendí… que sí, que eran los mismos hombres. Ese momento fue: sí. Ya empezaba a sentir como una la sociedad española, porque ya entendía esa España vieja contra España moderna. Era un momento clave y me dio una energía que empecé a entender. Empecé a mirar más. Fue algo clave en mi Camino”.

Tiempo después, Daniel empezó a ser clave en el Camino de otros, y cuenta una última historia. “Haciendo el Camino Portugués, cada día me encontraba con una mujer alemana que no hablaba inglés, ni castellano, ni nada. Entraba casi siempre en el mismo bar que nosotros. A esta mujer le faltaba una pierna, andaba con prótesis. No hablaba idiomas, pero fue andando cada día. En bajadas iba súper rápido, pero en subidas estaba sufriendo. Y cada día se veía más cansada, pero andaba, andaba, andaba, hasta llegar a Santiago”, y hace una pausa, como si se perdiera en el recuerdo. “Entramos antes mi grupo y yo, y yo la vi entrando. No habíamos hablado, solo ayudado en las comidas. Algo entendíamos. Y yo lo vi, en ese momento. No la conocía de nada, pero me fijé en los ojos. Solo la hacía así: ven, dame un abrazo, porque estás hecha polvo. Ella lloraba, yo empecé a llorar porque ella estaba llorando. Y estuvimos ahí dos, tres minutos. No nos conocíamos de nada. Eso es también una conexión del Camino”.

No concluye aquí, porque con esta historia termina por resumir lo que significa para él estos senderos: “es una conexión enorme entre personas… Yo no soy religioso, es una energía que no puedo explicar. Por eso también el Camino es diferente cada vez”. Porque hay tantos Caminos como peregrinos y, ya lo había explicado antes, “somos todos compañeros aquí. Somos todos peregrinos. Solo un pequeño compeed con unas pocas palabras, y si luego te encuentras a esas personas otra vez en Santiago, lloran de felicidad. Gracias por animarme, Dani, gracias por apoyarme. Eso es quien quiero ser. Yo quiero ser esta persona. Es por eso por lo que lo hago. Es lo que quiero hacer. Eso es el Camino para mí. Para mí, es vida. Para mí, el Camino es vida”.

Y cuando se le pregunta si después de tanto tiempo, si después de 80 caminos, de 80 miradas, sigue significando lo mismo, su respuesta no puede ser más tajante: “sí. Cada vez”.

Estar en casa

Miradas del Camino - Francisco y Jessica
Fotografía: Paula Garvi

Si el espíritu del Camino vive en un sueco como Daniel, que ha terminado por convertir esta tierra en su vida, otro tanto sucede con las personas que han nacido y crecido en los alrededores del fin del Camino. En los alrededores de Santiago, en las tierras gallegas que acogen a estos peregrinos y sus miradas cuando se acerca el final.

Francisco y Jessica tomaron sus bicicletas en Padrón, a apenas 25 kilómetros de Santiago de Compostela, y se dirigieron a León para comenzar desde la capital leonesa el que sería su primer Camino. “Antes de hacerlo… Pasa el Camino Portugués por delante de nuestras casas y siempre decíamos: estos, qué taraos, qué necesidad tienen”, explica Jessica, y se ríe, porque entiende, después de días de ruta, la necesidad, el disfrute y la experiencia. También el valor de elegir como destino de vacaciones su propia tierra y el conocerla de un modo diferente. Lugares ya visitados y otros nuevos. Gentes con las que comparten raíces y a las que ahora entienden un poco mejor.

“En O Cebreiro… Ahí sí que dio tiempo a pensar en todo”, comenta Francisco entre risas, “nos empezó a llover, hacía muchísimo frío y, claro, no avanzas, porque es extremadamente duro. Yo ando en bicicleta y subir eso, lloviendo, con esa temperatura, el peso de las mochilas… Se me hizo duro, muy duro. Pero una vez que llegas… Nos estaban esperando. Llegamos temblando y ya nos abrieron la ventana desde arriba: venga, subid. No se preocuparon por DNIs ni nada, nos guardaron las bicicletas…”. Y Jessica toma el relevo: “Vinimos todo mojados, pero no les importó. Nos tenían una alfombra allí para sacar la ropa mojada, la calefacción… La gente obviamente vive de los peregrinos y tiene que tratarlos bien, pero una cosa es tratarlos bien y otra esa amabilidad. Ves que la gente lo hace porque realmente les sale”. Esa gente que es su gente, porque son sus paisanos, personas que, como ellos, han visto desde siempre cómo cientos de caminantes pasaban por delante de sus casas.

¿Cómo es para ellos abordar Santiago de esta manera? “Es una sensación que pensé esta semana”, confirma Jessica, “nosotros estamos hartos de ir a Santiago. Vamos a cenar algo y vamos a Santiago. Es la ciudad más cercana. Pero pensé y me dije: y cómo voy a llegar. Por dónde vamos a entrar. Porque, claro, aunque esté acostumbrada va a ser una sensación rara”. No deja de ser, por un lado, regresar a casa, un concepto que Francisco tiene presente durante toda la conversación. Habla de su padre, que también se animó con el Camino en bicicleta, en su caso desde Roncesvalles, y lo repasa todo: “es duro, te falta dinero, porque son muchos días. Has cogido un tren, te has marchado a la otra punta del país y llegar a casa… Además, para nosotros es eso: es llegar a casa. No es llegar a Santiago, es llegar a casa”. En todos los sentidos posibles. Por la proximidad con Padrón y por la familiaridad que sienten hacia esa catedral que espera imponente pero acogedora a todos los peregrinos, a todos los gallegos. Tan hechos a las bondades de una tierra que han redescubierto en el sendero.

“Hoy, sin ir más lejos, no sé bien dónde fue, de repente había un río y escuchamos una gaita. Nosotros somos gallegos…”, y Jessica se detiene, pero lo completa Francisco: “y te emocionas igual”. “Exacto, te emocionas igual”, confirma ella, “no me quiero imaginar alguien que no está acostumbrado”. Quizá muchos se hayan preguntado cómo es vivir esta experiencia para dos personas que han mamado desde siempre todo esto. También para ellos tiene sentido. En cierto modo, quizá, más sentido aún. Más entendimiento y más comprensión de lo que es su tierra y el Camino para los millones de personas que han recorrido mundo para hacerlo. Para andar, andar y andar.

Para llegar a Santiago de Compostela y ponerse a los pies del Apóstol, como Inmaculada, que no caminaba sola. O como Mireia, que caminaba con una promesa. Como Daniel, que camina con cada peregrino con el que tiene la fortuna de compartir pasos. O como Francisco y Jessica, que en bicicleta, entre gaitas y redescubrimientos, vuelven a casa y ponen así la puntilla a una sensación que puede ser global, aunque con matices. La sensación de sentirse en casa en este Camino, que es igual pero diferente en cada mirada.

Narrativa realizada en colaboración con Mundiplus.