La traición papal y la caída de los templarios de Aragón

La Orden del Temple se asentó en tierras aragonesas a finales del siglo XI. Desde que Alfonso I decretara que los quería junto a la monarquía de Aragón, tanto como para entregársela a su muerte, los templarios fueron una de las figuras clave de la Edad Media en el territorio. Este reino creció, hacia el sur y hacia el este. Navegó hasta el archipiélago balear, conquistó las Valencia. Aragón creció y junto a su Corona siempre estuvieron los templarios. Apoyando las empresas militares, apagando los fuegos políticos, gobernando los territorios más complejos, educando reyes. Por eso, cuando el fin llegó tres siglos más tarde del nacimiento de la orden, los monjes-guerreros no tuvieron que hacer frente a la muerte en este rincón de la península ibérica.

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El fin de los templarios y la maldición de Jacques de Molay

A finales del siglo XIII, la Orden del Temple seguía siendo una de las órdenes religiosas militares más importantes del continente. Su labor en Jerusalén, en pos de los peregrinos, no había concluido. Aunque vivieron derrotas importantes en esos últimos años de existencia, por ejemplo al intentar recuperar la costera y siria ciudad de Tartús, también obtuvieron victorias y glorias. La población seguían sintiéndose agradecidos con ellos. Seguían admirando su labor. Al final, los templarios de Aragón, y la Orden del Temple en general, velaban por la protección de la fe cristiana. Además habían demostrado ser una entidad capaz de reunir, organizar y gobernar diferentes núcleos de población.

Todo esto, claro, constituía un arma de doble filo. Por un lado, tenían de su lado a los indefensos. También a aquellos que por estar lo suficientemente cerca de su poder, sin aspirar a nada más, salían beneficiados de su posición. Por otro lado, muchos nobles no habían dejado de recelar de ellos. Este sentimiento, mezclado con el resentimiento, fue lo que impulsó al rey de Francia a acabar con la Orden del Temple. Felipe IV, el Hermoso, cansado de su poder siempre creciente, también ansioso por hacerse con esos tesoros que, como dice la leyenda, guardaban los templarios en todos sus territorios, decidió que había llegado el momento de poner fin a su existencia.

Arma de los templarios
Arma utilizada por los templarios | Shutterstock

Felipe IV encontró en el papa francés Clemente V algo más que un aliado: encontró un títere. Un hombre al que manejar según sus particulares deseos. No le costó convencer al pontífice de los rumores que llevaban tiempo propagándose sobre la Orden. Clamaban que el Temple practicaba las formas más imperdonables de herejía. Clemente V acabó por creer en la imagen envenenada que Felipe IV compartió con él. Así, en 1307 emitió una bula papal por la que mandaba tomar presos a todos los templarios de todos los países del continente. Esto incluía, claro, a los templarios de Aragón.

Fueron enjuiciados, interrogados y torturados en un proceso que duró siete años. Se declararon culpables de algunos cargos, al menos en principio. Quizá esperaban un destino más amable al pronunciar las palabras que sus jueces querían escuchar. Se retractaron más tarde de todas estas declaraciones iniciales y volvieron a hablar de sí mismos como inocentes. Como víctimas del rey y su conspiración.

Miles de hombres fueron llevados a la hoguera durante aquellos años. En 1314, falleció en París el Gran Maestre de la Orden del Temple: Jacques de Molay. Antes de morir lanzó una maldición, según cuenta las crónicas: el malvado Felipe IV y el traidor Clemente V seguirían sus pasos en menos de un año. El pontífice que permitió la caída de esa Orden que había luchado por la fe cristiana falleció meses más tarde. Tiempo después, el rey que la inició lo seguiría a la tumba.

Los templarios de Aragón y su destino diferente

Fragmento del muro de la fortaleza
Castillo de Miravet | Shutterstock

Jaime II, conocido como el Justo, gobernaba en territorio aragonés cuando los rumores sobre los pecados de la Orden del Temple comenzaron a tomar forma. El monarca no quiso, en principio, escuchar a un mensajero que decía haber obtenido la información de los mismos templarios. Felipe IV, como ya se ha visto, sí quiso hacerlo. En Aragón, sin embargo, los templarios nunca fueron vistos por los monarcas como enemigos, como competidores o como una fuente de envidia por su riqueza, por la población que arrastraban consigo. En Aragón siempre fueron aliados, compañeros, mentores. Amigos, incluso.

Así que Jaime II se mostró, en los primeros meses de confusión, distante con la conspiración que tuvo lugar en Francia. No pudo, en cualquier caso, ignorar el decreto proveniente de Roma. Tampoco esas primeras confesiones del mismísimo Jacques de Molay declarándose culpable. Una vez que el pontífice declaró que todos los templarios debían ser arrestados, que todas sus propiedades debían ser expropiadas, el rey de Aragón y Valencia, conde de Barcelona, no tuvo más remedio que obedecer. Aceptó la disolución de la Orden del Temple y extendió el mandato de apresar a los templarios de Aragón.

Muchos se atrincheraron en los castillos que habían habitado desde hacía cientos de años. La fortaleza de Miravet fue un ejemplo de esta resistencia inicial. Miravet fue uno de los primeros enclaves que Ramón Berenguer IV entregó a los templarios, en el origen de su gloria aragonesa. En torno a este castillo se había formado un auténtico núcleo de poder de la Orden y entre sus muros se defendieron hasta 1308, cuando finalmente Jaime II concluyó su acometida con una victoria. Fue larga y dura, como fueron largas y duras otras muchas resistencias templarias en diferentes puntos del reino. La Orden del Temple siguió luchando hasta el final, hasta que Monzón, último reducto, cayó.

La sentencia que los conducía a la extinción fue una sentencia definitiva, así lo entendieron también en Aragón. Jaime II no podía, por tanto, desobedecer a Roma, ni buscaba tampoco enfrentarse con Felipe IV, pero sí podía hacer las cosas a su manera. Podía hacer las cosas en consonancia con la que había sido la historia de su reino en los últimos siglos. Así, pese a las persecuciones y las batallas obligadas, la buena voluntad del monarca encontró una manera de hacerse efectiva. Por eso, aunque en Aragón también llegó el fin de los templarios, ese fin no significó la muerte.