Volver a casa: partida y regreso de los oficios invisibles

Las fechas navideñas nos llevan a pensar en volver a casa. Son fechas especiales o hemos terminado sintiéndolas así, ya no importa demasiado dónde nace esta percepción porque está asentada. Puede ser una concepción social construida con el paso de los años, pero no deja de tener su base en las emociones humanas. Así que, al final, lo que importa es esa necesidad que muchos sienten de pasar estas fechas con las personas cercanas. Es lógico que quien esté lejos de casa piense en volver, porque la palabra casa, el hogar, normalmente tiene que ver con las personas.

En estas fechas especiales yo también he pensado en cómo es eso de volver a casa después de estar un tiempo lejos, incluso aunque no sea mi caso. Ese pensamiento primigenio me llevó a pensar en cómo es marcharse a un lugar que no terminas de considerar casa, quizá porque solo es un lugar de paso, quizá porque es una obligación, quizá porque es temporal. Después me pregunté si ese lugar de paso puede llegar a convertirse en hogar también. Por último, cuándo se dan las circunstancias por las que alguien tiene que abandonar el que considera suyo.

Así llegué a la pregunta que sostiene este texto: qué trabajos te obligan a marcharte. En un principio me cuesta responder y me doy cuenta de que tal vez sean oficios invisibles, de esos que, por no pertenecer al día a día de la mayoría, una mayoría ignora. Llevan consigo, sin embargo, un gran sacrificio. De todo esto he querido hablar con un oficial de máquinas de un barco atunero, con una profesora de danza clásica y con un arqueólogo. Marcharse, trabajar y volver a casa. Partida y regreso de los oficios invisibles.

Los oficios invisibles

Trabajos de arqueología
Los trabajos de arqueología obligan a los profesionales a pasar tiempo lejos de casa. | Shutterstock

“Desde niño siempre dije que trabajaría en cualquier sitio menos en la mar, lejos de casa y de la familia, pero algo ha salido mal, mira dónde estoy ahora”, me dice Brais Crujeiras, de 29 años, natural de Santa Uxía de Ribeira, A Coruña. Me lo dice añadiendo una sonrisa, entiendo que con una mezcla de resignación y serenidad.

Después me amplía este cambio de planes: “vivo en Galicia, en una zona de costa donde mucha gente va a la mar, incluida casi toda mi familia. Empecé estudiando mecánica, pero no veía ninguna salida laboral para prosperar en ningún sentido: sueldos bajos y muchas horas para no conseguir nada de lo que quiero o sueño. Entonces la mejor salida que vi era estudiar mecánica naval. Sueldos relativamente altos comparado a lo que hay en tierra y unas vacaciones que no hay en casi ningún trabajo”. Así que fue una decisión fruto de la necesidad, una decisión práctica.

El de Brais es un oficio invisible, porque está lejos, pero no se diferencia demasiado a lo que sentimos más cercano, en cualquier rincón de cualquier ciudad. Solo que él trabaja en un barco, perdido en algún punto de los océanos. “Mi trabajo es el de oficial de máquinas de un barco atunero: mantenimiento de motores, equipos frigoríficos, hidráulicos.... Averías en general de todo lo que tiene que ver en un barco”, me cuenta. Cómo se siente uno viviendo en pleno océano es algo que no puedo imaginar, a pesar de las numerosas referencias cinematográficas y literarias con las que cuento. Pero de eso hablamos más adelante.

Sonia del Barrio, de 50 años y natural de Donosti, se remonta a su infancia, en una historia completamente diferente a la de Brais, para hablarme de su oficio, que es también su pasión. “Yo empecé a bailar con 9 años y hasta los 12 para mí no significaba gran cosa aparte de una (actividad) extraescolar. Con 12 años tuve un despertar y decidí que quería bailar y enseñar. Me puse a ello al máximo, me preparé y tuve más de un fracaso, pero no dejé de pelear hasta que con 19 años me concedieron una beca de dos años para prepararme en lo que sería alto rendimiento”.

"En esa época en España no había casi centros públicos donde estudiar a alto nivel y tenías que costearte la enseñanza privada, que era una pasta. En mi familia era imposible, por lo que tuve que esperar a la beca para marcharme. Mi destino fue Stuttgart, en Alemania”, continúa. Sonia se fue persiguiendo un sueño, pienso, y ella misma me lo confirma: “allí estuve dos años y fue una de las experiencias mejores y más duras que he vivido. Yo era estudiante de danza. En mi caso no fue un trabajo, sino una formación, aunque también trabajé de bailarina para la compañia de esa misma ciudad (Stuttgart Ballet)”.

Le pregunto si su trabajo, su formación y su pasión era un elemento invisible, desconocido e incomprensible para quienes le rodeaban. Porque a veces sucede eso con los trabajos que se salen de la norma. “Todo el mundo que me conocía en esa época sabía a qué me dedicaba, ya que entonces arriesgarse a dejar los estudios por ser bailarina era una locura”, me explica, y entonces regresa al presente, “llevo 30 años ejerciendo de profesora de danza clásica en el mismo centro. Me siento muy valorada y reconocida”, asegura.

Conozco a Alberto Abello (34 años, Madrid) desde hace mucho tiempo. Hemos sido vecinos toda la vida, casi puerta con puerta, en un pueblo de Segovia, así que me cuesta imaginarle lejos de esas calles. Pero es arqueólogo de profesión y sé que se ha desplazado por ello.

Es interesante que empiece explicando con precisión lo que esto significa porque, como él mismo señala más adelante, la arqueología sufre una doble condena: está al mismo tiempo idealizada y denostada. “Consiste a grandes rasgos en el estudio de la historia de sociedades pasadas a través de los restos que han llegado hasta nosotros. Los trabajos que hacemos abarcan desde los realizados en campo, como la supervisión de proyectos o la excavación de yacimientos, a las tareas de laboratorio e investigación con los materiales extraídos. Además de esto la antropología física, en la que estoy especializado, se basa en el estudio de los restos humanos de los yacimientos para sacar conclusiones sobre poblaciones del pasado”, me cuenta.

“En este caso se da una situación particular a nivel social. Existe una imagen de la arqueología creada fundamentalmente por el cine, las novelas y los documentales, así que no existe una invisibilización como tal, pero sí una idealización del trabajo de arqueólogo. La mayoría de la gente considera que es algo bonito o atractivo por la imagen que tiene de ello, aunque casi nadie conoce la realidad de los trabajos que hacemos o cómo es el día a día. A esta buena imagen se contrapone el mayor valor que la sociedad otorga a ciertos trabajos que entiende como beneficiosos y productivos, en oposición con aquellas tareas relacionadas con la cultura o las humanidades, que se ven como algo menos útil. Esto produce en mucha gente la duda de “para qué sirven” este tipo de profesiones”, explica. Lo hace tan bien que no me atrevo a añadir nada.

Él sí hace un último apunte: “creo que la gente valora esta faceta idealizada de la arqueología, que existe, pero no llegan a valorar los esfuerzos y sacrificios que conlleva dedicarse a ello”. Entonces pasamos al siguiente punto, que es el sacrificio. En este caso: irse de casa.

La partida: cuando el trabajo requiere marcharse

La vida en la mar: distancia, inseguridad y piratería

Bateas en O Grove, ría de Arousa
Paisaje típico en la ría de Arousa, un lugar irremediablemente unido al mar. | Shutterstock

“Ahora mismo estoy cuatro meses fuera de casa, entre Dubai y Seychelles, y luego tengo cuatro meses de vacaciones en casa”, me cuenta Brais. Su día a día es radicalmente diferente al que veo a mi alrededor: “aquí se trabaja un día sí y otro también, durante los cuatro meses no existen días festivos, ni fines de semana, ni puentes, aquí todos los días son lunes”. Y entonces, durante los cuatro meses de vacaciones, todos los días son sábado. Pero para llegar a ese punto primero es necesario el sacrificio.

¿Cómo es irse de casa, cómo es pasar tanto tiempo fuera? Y ¿cómo es pasar tanto tiempo en un lugar que no es sencillo transformar en un hogar? “Cómo es estar tanto tiempo fuera de casa en un lugar donde trabajo y no estoy construyendo una vida…”, repite la pregunta antes de contestarla, como si reafirmara esa idea, y después es claro. “Es una porquería. Solo hay dos puntos positivos: el sueldo, que es alto, y las vacaciones. Cuatro meses en casa y cuatro meses de trabajo significa que en dos años uno lo pasas trabajando y el otro lo pasas de vacaciones, cobrando igual que cuando estás en el trabajo”. Las desventajas, como él indica, son infinitas.

“En nuestro caso, estamos en lugares donde la sanidad es pésima. En caso de tener algún problema médico estamos vendidos. Si estamos fuera, en la mar, todavía es peor, porque solemos estar desde cuatro hasta once días navegando constantemente. Ante un problema médico relativamente importante estás perdido”. Y después señala un problema que justifica aquello de los oficios invisibles: “trabajamos en el Oceano Índico, donde la piratería está a la orden del día. A partir de las seis de la tarde empieza a oscurecer y tenemos que cerrar puertas y tapar ventanas para que no salga luz al exterior, pendientes siempre, sobre todo en las madrugadas, por si hay que escapar”. Parece mentira que estemos hablando de piratería en el siglo XXI. Uno siente que esto debería ser algo que perteneciera a un tiempo pasado, pero ese oficio, como todos los demás, también ha evolucionado.

“Otro punto negativo, probablemente el peor, es que algún familiar esté enfermo de gravedad y estés aquí lejos, encerrado, sin poder hacer nada, ni estar con tú familia. Y ya no pensemos en que pueda fallecer. Aquí la cabeza no para”, explica, señalando hacia la consecuencia más evidente de sentirse fuera y lejos. Después, la siguiente: “construir una vida en familia, estando fuera, es sumamente complicado. Conoces a alguien y te tienes que ir a trabajar…”. Aunque parece haberse acostumbrado a esta vida: “cuando me tengo que ir estoy tranquilo. Ya me fui y volví a casa diez veces por lo menos. Llevo aquí seis años. Simplemente vienes porque hay que trabajar y tienes objetivos en la vida que cumplir, y para eso necesitas dinero. Todos venimos siempre tristes y sin ganas, pero hay que hacerlo”. Oficios invisibles, trabajo obligatorio.

La doble cara de una vida lejos de casa

Stuttgart, Alemania
Stuttgart, Alemania. | Shutterstock

“Yo en ese momento no pensaba en volver”, me cuenta Sonia, “idealizaba una vida, llena de viajes, cambios, danza… Pero la experiencia me abrió a otras experiencias y sensaciones que hicieron que mi rumbo fuese diferente al soñado”. “Estuve dos años fuera de casa, en un país extranjero, sin saber el idioma. Entonces no había móviles, hablábamos tres minutos, un día a la semana, a un precio exorbitado. En ese aspecto fue muy duro”, explica, señalando los evidentes problemas de la distancia.

“Volvía a casa en Navidades y verano. Aprendes a valorar tu hogar, familia, amigos. La comida, el clima, el idioma… Todo se amplifica. Lo triste es mucho más triste y lo alegre también, ¡una carta es un regalo!”, continúa. Ese tiempo fuera de casa ayuda a valorar los pequeños detalles que en la rutina de la mayoría pasan desapercibidos. “Los días especiales son especialmente duros. Añoras todo de una forma muy intensa. Cumpleaños, fiestas, aniversarios, muertes… Todo se hace tremendamente enorme. Al marcharte se sufre una especie de duelo, dejas una parte de ti. Sabes que te vas a perder muchas cosas, pero si lo tienes claro, eso te ayuda a volar más fácil”, concluye. Lo hace con la doble cara que se intuye en quien está cumpliendo un sueño, pero tiene que cumplirlo lejos de casa.

La vida del peregrino constante

Trabajos de arqueología
Trabajos de arqueología. | Shutterstock

Es una profesión en la que no hay un lugar fijo”, me cuenta Alberto, “cuando terminamos un proyecto tenemos que desplazarnos a otro, y muchas veces no surge ninguno donde queremos o donde mejor nos viene, por lo que efectivamente es necesario hacerse a la idea de que los desplazamientos más o menos lejanos o duraderos van a ser necesarios”. Alberto ha trabajado en diversas zonas de España y en otros cinco países distintos, “cosa que no me hubiese imaginado cuando comencé”, añade. Los viajes van de alguna manera implícitos en su profesión, pero quizá uno no se haga a la idea de ello hasta que no lo vive. A veces cuesta incluso hacerse a la idea de que realmente vas a dedicarte a lo que has estudiado.

Le pido que me hable de esos viajes, de esos espacios temporales en los que debe estar fuera de casa. “En ocasiones no son muy largos, pero encadenar varios seguidos hace que acumules más tiempo ausente. He estado periodos de más de un año seguido fuera de casa. En algunos, sin posibilidad de volver de visita, como fue la etapa de la pandemia. Me encontraba en Irlanda y se restringieron todos los viajes. En otras ocasiones he ido a trabajos puntuales, de uno a tres meses, y he regresado. Durante los últimos tres años he estado viviendo prácticamente fuera, aunque los proyectos que he realizado en España me han permitido regresar la mayor parte de los fines de semana, haciendo mucho más amena la situación”.

Entonces le pregunto cómo es marcharse, si uno se acostumbra o si es un momento duro siempre. Su primera palabra es esta última: “siempre. Aunque la intensidad también depende del lugar en el que estés. Cuando vas a otros lugares dentro de España echas de menos tu entorno, familia, amigos, tu casa… Cuando te desplazas a otros países a todo esto debes sumarle cosas como la comida, el clima, los horarios, las costumbres, e incluso el idioma”.

Pensando en Alberto lejos, una persona que imagino con facilidad en esa casa vecina, me pregunto si se esfuerza por convertir esos lugares en los que debe vivir en una especie de hogar temporal. Si recurre a rutinas, rituales, elementos que ayuden a aclimatar el espacio.

“Dependiendo del lugar debes aclimatar más o menos tu espacio. Cuando estás en sitios donde las costumbres son distintas, hay cosas que debes adaptar a tu vida para llevar un día a día normal: los horarios, la forma de trabajar o de interactuar con la gente de tu entorno. No tengo ningún “ritual” o costumbre específica, pero inconscientemente mantengo algunas cosas que me hacen sentirme más en casa. La más evidente es la comida, por ejemplo, que suele ser una de las que más se echan de menos cuando viajas por cierto tiempo”. La dieta mediterránea no se encuentra en cualquier parte, eso desde luego.

Alberto tira de sensatez, y de la misma resignación que he advertido en Brais, a la hora de hablar de adaptación: “en general, cuando te acostumbras a pasar tiempo fuera no puedes estar continuamente acordándote de tu casa. Al final tienes crear tu rutina y adaptar tu día a día al sitio donde estás. Cambiar de ambiente y de entorno hace que muchas veces estés más distraído y estimulado y no repares tanto en la distancia. Es en fechas puntuales, como cumpleaños o Navidades, cuando te das cuenta de que estás lejos y te acuerdas más de ello”.

Hay diferentes formas de marcharse, también de estar, y obviamente de volver. En este sentido, me explica que “cuando vas por primera vez a otro lugar, lo enfrentas con una cierta ilusión e incertidumbre: vas a un proyecto desconocido, con un entorno y gente nueva y tienes una cierta curiosidad, así que no lo describiría como algo negativo”. En sus palabras encuentro a una persona a la que le gusta su trabajo y también veo un trabajo emocionante, de cambios y movimiento.

“No todas las situaciones son iguales”, continúa, “en ocasiones te desplazas por un tiempo limitado, aunque sea por unos meses, pero sabiendo que existe una fecha límite. Otras vas a sitios donde te gusta estar, como en mi caso cuando voy a trabajar a Egipto. Algunas veces te vas con tiempo indefinido, pero eligiendo el destino y el proyecto. Por último, la que considero más difícil: cuando te mandan a trabajar a un lugar que no has escogido por un tiempo indeterminado”.

Con esta última se queda para explicarme que “la partida a cada uno de estos sitios se prepara y se vive de diferente manera. La marcha a otro lugar por trabajo puede tener un cierto componente positivo: vas a ganar más dinero, a aprender cómo se trabaja en otros sitios, a conocer otros idiomas, otras culturas… Es en el momento en el que pierdes estas motivaciones y te desplazas por obligación cuando se convierte en algo menos agradable”.

Y reflexiona de nuevo sobre la partida, pero también sobre algo peor que la marcha: “también es difícil volver a casa de visita temporal y volver a entrar en contacto con todo tu entorno para marcharse de nuevo. Pese a todo, creo que te acabas acostumbrando y tanto tú como los que te rodean lo vivís de forma más natural y rutinaria. Para mí la peor de las situaciones no es el momento de marcharse, sino cuando decides que quieres regresar y no puedes hacerlo”.

El regreso: volver a casa

Monumento a la Marina Universal Monumento a la Marina Universal, Monteferro, Nigrán
Monumento a la Marina Universal o Monumento a los mártires del mar, en lo alto de Monteferro, en el municipio de Nigrán, Galicia. | Shutterstock

Le pregunto a Alberto por sus regresos: “volver al hogar es siempre especial. Supone el reencuentro con tu ambiente más cercano, desde familia y amigos a tu casa e incluso tu ciudad. La intensidad con la que se vive el regreso depende también del tiempo que hayas estado fuera, pero siempre es algo bonito”. Y veo en sus palabras la serenidad de quien sabe lo que tiene que hacer y lo hace, y de quien sabe valorar lo que es tener un hogar al que regresar.

Le pregunto a Sonia cómo recuerda ese regresar: “la vuelta al hogar era una explosión de alegría y llanto, pero había una parte complicada también que es cuando has vivido sola y autónoma y tienes que volver a una rutina con normas, horarios… También puede ser complicado”. Lo que reconozco aquí son las palabras de quien se ha marchado por elección a cumplir un sueño, y regresa con la emoción de quien regresa a casa pero sin desprenderse del todo de lo vivido, casi como si hubiera encontrado otro hogar lejos. Quizá es que las pasiones pueden llegar a ser también una casa.

Le pregunto a Brais cómo es volver a casa. “Siempre (estoy) súper nervioso y con muchísimas ganas de llegar a casa, ver a la familia y amigos, y sobre todo meterme en mi cama y no escuchar nada de ruido, ver el perro, los gatos... Cada vez que vuelvo a casa es el mejor día de mi vida”, me explica. Reconozco en sus palabras todo lo que hace que un hogar sea un hogar, que va desde la cama de la infancia hasta el perro que te recibe al entrar, pasando por lo más evidente, lo comentado más arriba: la gente. Días más tarde de ese primer contacto me cuenta, animado, que solo le quedan “dos meses y una semana” para volver a casa. “Ya estoy casi en el ecuador de esta campaña”, me dice, y lo imagino contando los días que quedan desde algún punto del océano.