Piratería a la española

Cuando se habla de piratería relacionada con España, los textos suelen girar en torno a un mismo tema: cómo los españoles de siglos pasados tuvieron que defenderse de los ataques piratas, bien debido a las incursiones en tierra firme, bien por los asaltos en alta mar. Con respecto a los piratas de los que había que protegerse, los enemigos varían a medida que se cambia de época.

Por ejemplo, durante la temprana Edad Media las incursiones vikingas fueron muy temidas en el Norte, en al-Ándalus y en el Mediterráneo español. Los vikingos fueron el terror de los mares. Ya hacia finales del medievo y hasta bien entrado el siglo XIX, los berberiscos ganaron protagonismo. A ellos es habitual referirse a la hora de señalar la línea defensiva que se construyó en el Levante y en el sur. Un ejemplo de este tipo de construcciones es la torre del Pirulico de Mojácar, que hoy deja una imagen de lo más estética pero ayer fue una fortaleza necesaria, pues los ataques piratas eran frecuentes.

Ahora bien, ¿qué hay de la piratería a la española? ¿Qué hay de los piratas españoles? La vida y obra de estos saqueadores no ha trascendido tanto en el saber popular, pero eso no significa que no haya ejemplos a montones.

Piratas españoles: haberlos, haylos

Pirulico de Mojácar. | Shutterstock

Vamos a comenzar, además, rompiendo una de esas creencias asociadas al mar: la de que tener una mujer a bordo traía mala suerte. El primer nombre que se repasa aquí es el de una pirata, en femenino, española. Malika Fadel ben Salvador nació en Almería en el año 1302, nieta de un poderoso comerciante, y traficante, que prestaba sus servicios a la República Marítima de Pechina, entidad política de al-Ándalus. Malika siempre acompañaba a su abuelo en alta mar, hasta el punto de que este la tomó como su esposa para impedir que el resto de marineros se acercasen a ella.

Poco antes de que falleciera, después de haber ido delegando funciones en ella a lo largo de los años, la nombró capitana de su flota. Tenía por entonces 27 años. Navegaría hasta su muerte, acaecida en algún punto de la década de 1350. Nunca legalizó su actividad, nunca obtuvo la patente de corso necesaria para escapar del término “pirata”, así que eso es lo que fue. Una pirata bastante hábil y cruel, según ha trascendido.

También en ese siglo XIV, Pedro de Larraondo iniciaría la tradición que ha señalado siempre a los vascos como grandes marineros, aunque desviado en este caso hacia el ámbito de la piratería. Aunque de Larraondo empezó siendo comerciante. Desde 1395 y de forma legal, realizó su actividad en diversas costas europeas.

En algún punto de su vida, quizá cansado de sufrir los ataques y los saqueos propios de la época, decidió pasarse al otro bando, tal como cuenta María Teresa Ferrer i Mallol en el estudio Transportistas y corsarios vascos en el Mediterráneo medieval. Las aventuras orientales de Pedro de Larraondo (1406-1409). Parece que adoptó la vida del pirata en torno al año 1402, cuando, tal como cuenta Ferrer i Mallol, y citando al veneciano Emmanuel Piloti, “capturó al sur de Chipre una nave de Alejandría procedente del puerto de Satalia, es decir, de Adaliya, en Turquía, cargada de mercancías de gran valor y en la que viajaban 150 musulmanes, que vendió en tierras de Jacopo Crispo, duque del Archipiélago”.

Hay dos versiones con respecto al fin de sus correrías. De nuevo Emmanuel Piloti explica que de Larraondo fue capturado en 1411 y entregado al sultán de Egipto, con quien tenía una cuenta pendiente desde aquel trueque con Jacopo Crispo que tanto le perjudicó. Este le habría ejecutado al momento de capturarlo. Otra versión señala que de Larraondo moriría, efectivamente, ejecutado por el sultán, pero después de años a su servicio. En cualquiera de los dos casos, es el ejemplo perfecto de cómo un marinero corriente, en aquellos años de agitación y dudas, podía terminar convertido en pirata.

Festival del Pirata en Tampa, Florida, en honor a la leyenda de José Gaspar. | Shutterstock

Allende los mares, “navegando regularmente los cabos de Virginia”, como se recogió en este artículo de The Washington Post, Nicolás de Concepción fue uno de los piratas más temidos del Atlántico. Capitaneaba una tripulación de 140 hombres, españoles y de otras muchas nacionalidades, que tuvo su centro operativo en San Agustín, Florida. Es otro ejemplo más.

También habría que hablar de José Gaspar, que algunos historiadores plantean, no sin razón, como una figura mitológica más que real. Su nombre es uno de esos que trascendieron de boca en boca, precisamente en la Florida en la que operó Nicolás de Concepción, y no en los registros, pero ya se sabe que cuando el río suena… Alguien estaría agitando sus aguas. A José Gaspar se le conocía como Gasparilla, empezó sus aventuras como pirata secuestrando a una joven y, tras unirse a la Armada como castigo por su crimen, se amotinó y nunca más volvió a entrar en vereda. O eso cuenta la leyenda. Operó en Florida durante casi 40 años, reuniendo un enorme tesoro que, dicen, guardó en Isla Gasparilla. En su honor se celebra cada año, desde hace un siglo, el Festival Pirata de la ciudad floridana de Tampa. Es un pirata legendario.

El primero y el último de los piratas

Benito de Soto Aboal. | G. Carlotto, Wikimedia

Mención aparte merecen dos piratas que llevaron de apellidos “el primero de” y también “el último de”. Por un lado, Bernardino de Talavera, nacido en algún punto del siglo XV, está considerado el primer pirata documentado del Caribe. “Colono de La Española, arruinado y perseguido por sus acreedores, una noche de finales de 1509 robó un barco de aprovisionamiento genovés anclado en Ozama (La Española), y se convirtió en uno de los primeros piratas caribeños”, recoge la Real Academia de Historia. Sus aventuras por mar no cuentan con documentación excesiva, pero sí se sabe que España dictó una orden de busca y captura contra él.

Talavera creyó haber encontrado una mina de oro cuando en sus redes cayó la figura del conquistador Alonso de Ojeda, a quien mediante engaños logró secuestrar con la intención de venderlo posteriormente. Pero su barco naufragó en las costas de Cuba y los escasos supervivientes no tuvieron más remedio que abandonar toda suerte de planes. Ojeda logró contactar con Juan Esquivel, por entonces gobernador de la vecina Jamaica, y reveló la identidad de sus captores. Talavera, finalmente, fue ahorcado en La Española en 1511. Así murió “el primer pirata del Caribe”.

Por otro lado, ya en el siglo XIX, al sanguinario Benito de Soto Aboal se le consideraría “el último pirata del Atlántico”. Con tan solo veinte años se amotinó en el bergantín El Defensor de Pedro, abandonó a su capitán en África y, poniéndose a los mandos, eligió nuevo rumbo. Destino: la piratería.

Burla Negra fue el nombre escogido para su barco, la crueldad para sus acciones y lo efímero para su tiempo en alta mar, pues moriría ahorcado tan solo cinco años después de comenzar su aventura. Fueron los ingleses, ya asentados en Gibraltar, quienes lo sentenciaron, en enero de 1830, tras acusarlo de 75 asesinatos. Cuenta la leyenda que José de Espronceda se inspiró en su figura para componer su famosa Canción del Pirata, que se publicó poco después de su muerte. Con él, de hecho, prácticamente puede decirse que la piratería como se conocía hasta el momento empezó a morir.

Corsarios: los piratas legales

Ruinas de la casa de Amaro Pargo. | CanaryIslands, Wikimedia

gustín R. Rodríguez González explica bien, en su libro Corsarios españoles, la línea que separaba la piratería legal de la ilegal. El pirata no se regía por más leyes que su propia democracia y la democracia pirata, y no respondía ante ninguna autoridad. Sus incursiones, por tierra o mar, buscaban un beneficio propio.

El corsario, en cambio, era una figura un poco más ambigua, que “por las razones que fuesen, había obtenido una patente o permiso del rey para atacar y apresar embarcaciones de países enemigos, tras haber depositado previamente una fianza y comprometiéndose a cumplir una serie de normas”. La primera ordenanza de corso se concedió bajo el reinado de Felipe IV, en el año 1621. Durante ese siglo XVI, como señala el autor, más de 700 buques españoles estuvieron compuestos por corsarios que no dejaban de ser marinos al servicio de la corona. Los mencionados piratas berberiscos, los ingleses o los franceses fueron los objetivos de estos corsarios.

Pero también existieron otros corsarios que quizá no difirieron en la práctica, el asalto de barcos enemigos, pero sí en su concepción teórica. Como explica el escritor, este fue también un fenómeno “de autodefensa que se dio donde no había fuerzas regulares o no eran suficientes y los más directamente implicados por la amenaza enemiga tenían que tomar las armas”. Es el caso, por ejemplo, del afamado corsario Amaro Pargo, natural de San Cristóbal de La Laguna.

Entre el siglo XVII y el siglo XVIII, las Islas Canarias se vieron continuamente acosadas por los piratas y Amaro Pargo decidió plantar cara. Es una figura todavía hoy popular en el archipiélago canario, pues durante los años en los que estuvo activo la piratería descendió y los habitantes de las islas lo agradecieron. Pero también porque las historias que protagonizó no fueron precisamente amables: Amaro Pargo era conocido por su crueldad, que aplicó sistemáticamente contra sus enemigos. Murió el 14 de octubre de 1747, a los 69 años. En su tumba grabaron una calavera guiñando un ojo.

También en ese siglo XVIII hay que destacar la figura de Antonio Barceló, corsario mallorquín de familia marinera que durante años complicó la vida a los piratas berberiscos, turcos y argelinos. A él le dedicaron una copla que habla por sí sola: “si el rey de España tuviera cuatro como Barceló, Gibraltar fuera de España que de los ingleses no”. Murió a los 80 años, recordado como una de las figuras más importantes del mar en aquellos años de luchas constantes. El Panteón de Marinos Ilustres, localizado en San Fernando, Cádiz, lo recuerda con una lápida en su nombre.

Página del manuscrito en el que trabajó Alonso de Contreras. | Biblioteca Nacional de España, Wikimedia

Anterior a ellos, el caso de Alonso de Contreras, nacido en 1582, es de especial interés. Quizá llevado por su amistad con Lope de Vega, este militar reconvertido en corsario se animó a escribir unas memorias, conocidas como Discurso de mi vida, guardadas hoy en la Biblioteca Nacional de Madrid. Así es como ha sido posible conocer de primera mano cómo fueron sus aventuras, tanto por tierra como por mar. Alonso de Contreras protagonizó varias incursiones como corsario. Especialmente conocida es la batalla que le enfrentó, en las aguas de Puerto Rico, al marinero inglés Walter Raleigh, al que se refiere como “Guatarral”. Desertó en numerosas ocasiones, pero siempre se mantuvo cerca del mar. Falleció en 1641.

Los corsarios desaparecieron no tanto por falta de éxito como por el crecimiento y desarrollo de los estados, que no podían permitir que elementos tan importantes de guerra estuvieran en manos de particulares, sin un estrecho control del estado”, explica Agustín R. Rodríguez González. La famosa patente de corso quedó abolida a mediados del siglo XIX, con el Tratado de París, y con ello los corsarios españoles tocaron a su fin en el sentido más estricto. Porque tal vez siguieron navegando, pero ya no en las aguas de la legalidad.

Colorín, colorado…

La figura del pirata sigue siendo dando mucho de qué hablar, en parte por imágenes tan románticas como esta. | Shutterstock

El cuento del pirata se ha acabado. A medida que los Estados prescindieron de estos corsarios y la persecución a los piratas se hizo más efectiva gracias al desarrollo industrial, la piratería fue encarando su declive. No ha desaparecido por completo, pero de las costas españolas se ha alejado y los nombres de piratas, ninguno con tanta fama como los de antaño, no incluyen ningún apellido español. Que sepamos.