La ganadería, un oficio de chicas desde tiempos inmemoriales

Hace un par de años fui de vacaciones a Solórzano, un pequeño municipio de Cantabria de interior que sin duda pertenece a la tan mencionada España vaciada. Cerca, pero lejos de allí, subiendo por un desvío de tierra y barro, se llega a una pequeña aldea, apenas un conjunto de tres o cuatro casas. A unos minutos de esas viviendas hay, a su vez, una granja. Y en la cima de aquel remoto enclave estaba el sitio en el que me alojé: una antigua casa de ganado rehabilitada como morada

En aquel paisaje verde y húmedo que caracteriza al norte del país, solo estábamos los caballos, las vacas y yo. Animales que campaban a sus anchas bajo un cielo frecuentemente gris. Pero todos los días subía Sonia. Con botas de trabajo y acompañada de un gran mastín, Sonia venía provista de comida para las vacas o las guardaba en una casa de ganado que estaba junto a la mía. Si no la veía en la cima, la encontraba en el camino y, si no, en la granja. “¿Y ya has cogido vacaciones?”, le pregunté un día. “Nosotros no podemos coger vacaciones, no podemos dejar solos a los animales”, contestó. Sonia fue, sin yo saberlo, la primera ganadera que conocí en mi vida.

Un papel invisibilizado

Sonia forma parte de una ganadería familiar que pertenece a su marido. No era autóctona de la zona, pero se enamoró de ella. Su papel en la explotación es el que han desempeñado muchas mujeres a lo largo de la historia: el de la “ayudante” del negocio

Según quedó señalado en la Jornada Temática sobre Políticas de relevo generacional e incorporación de la mujer al mundo rural del año 2002, “al haber sido siempre consideradas como un grupo no definido, a medio camino entre el papel tradicional de soporte de la familia y el de colaboradora de la explotación familiar, las mujeres del medio rural no han visto reconocida la importante función que siempre han tenido dentro de la explotación familiar agraria y de la cohesión social, económica y cultural de las poblaciones rurales”. Las ganaderas y las pastoras, se afirma desde absolutamente todas las fuentes consultadas, siempre han estado ahí, solo que su trabajo ha sido invisible. 

Laura Martínez, graduada en veterinaria y pastora de un rebaño de cabras en el valle de Bustarviejo (Madrid), señala que “las mujeres han tenido un papel relevante [como pastoras y ganaderas], pero invisibilizado”. Charo García, propietaria de un rebaño de ovejas en la zona de Sanabria, lo reafirma: “Las pastoras han estado ahí prácticamente desde la prehistoria. Incluso podría decirse que es un oficio más de pastoras que de pastores”.

Pero entonces, ¿por qué en el imaginario colectivo es la imagen del varón la que ha perdurado como pastor? Uno de los motivos es que ellos son los que han sido, usualmente, propietarios de grandes rebaños. “Siempre se ha hecho mucho más visible la trashumancia”, apunta Charo. Sin embargo, añade, “lo que era la ganadería familiar, pocas cabezas de ganado, todo lo hacía la mujer”. “Ellas nunca eran las titulares de los rebaños y tampoco cotizaban”, añade Laura.

Según la comunicación citada con anterioridad “este tipo de mujeres rurales son amas de casa pero que, además de cocinar, limpiar, lavar, cuidar de los niños y de los mayores… también cuidan la huerta, participan en la recolección, se ocupan del ordeño de los animales y mil tareas más que vienen dadas como un camino sin alternativas, primero al ser hijas de y luego al casarse”. En cuanto a la trashumancia, si bien es cierto que casi siempre es una tarea desempeñada por varones, eran ellas las que se quedaban al cargo de los animales que se quedaban atrás o que se ponían enfermos o de parto.

Cambios en la mentalidad

“¿Crees que ha habido un cambio de mentalidad en los últimos años en el ámbito rural?”, le pregunto a Charo. “Ay, yo creo que sí”, contesta con ímpetu. Lo justifica en la visibilidad que últimamente se les da a nivel informativo y en la puesta en marcha de proyectos como Ganaderas en Red, del que tanto Laura como Charo forman parte. Pero, a través del teléfono, se la nota distraída. De repente, me dice “espera un momento” y comienza a gritar al viento “¿Dónde vas? Vaaaa” y un puñado de silbidos y palabras inteligibles. “¿Se te iba una oveja?”, le pregunto. “Un montón de ellas”, responde riendo.

Laura coincide a este respecto con Charo. “Sí que ha habido un cambio. En primer lugar, ya empezamos a ver a más mujeres titulares, a más mujeres que cotizan, a mujeres que tienen su propia ganadería”. Esto se puede constatar, además, en iniciativas como la de la titularidad compartida, en la que un matrimonio o pareja comparten no solo la gestión del terreno, sino también sus derechos, cuotas y subvenciones. Esta figura legislativa se puso en marcha con la intención de reconocer el trabajo de las ganaderas y agricultoras y cada año son más las parejas que se suman a ella.

En la actualidad también va siendo más frecuente encontrar a pastoras trashumantes. “Las mujeres jóvenes siguen sin ir porque tienen hijos pequeños. Suelen ser más las señoras con hijos mayores las que se van”, señala Charo. 

Las pastoras del siglo XXI: trabajadoras polifacéticas

La ganadería extensiva exige, en cualquiera de los casos, un estilo de vida duro. Sin vacaciones, sin fines de semana y de una dedicación total. “Luego, además, no hay diferenciación”, indica Charo. “Se pagan igual los productos procedentes de ganadería intensiva o industrial que los de ganadería extensiva”. Por ello, para subsistir, además de poseer y cuidar de un rebaño, los pastores y ganaderos se ven obligados a implicarse en otros procesos: artesanía de quesos, fabricación de lácteos… “La ganadería extensiva no es rentable como tal, sino que tienes que implicarte en la transformación del producto para que lo sea”, apunta Laura, copropietaria también de la quesería La Caperuza.

Para facilitar esta variedad de tareas son cada vez más comunes las escuelas de pastores. De hecho, el año pasado se inauguró en Cantabria la Escuela de Pastoras del Siglo XXI con la intención de dar a las mujeres que así lo quieran las herramientas para convertirse en emprendedoras del medio rural. En la primera edición se apuntaron a la preinscripción más de 250 personas, aunque sólo había 30 plazas.

“¿Qué os ha enseñado la vida en el campo?”, les pregunto a ambas para concluir con las respectivas entrevistas. Laura, que se crio en un pueblo y ha vivido muchos años en la ciudad, afirma que “tener contacto con los animales te da la capacidad de ver de otra forma, te da una mayor empatía y sensibilidad hacia los demás”. Por su parte, Charo, cuyo oficio le viene de familia, señala que en el campo, a pesar de algunas situaciones de estrés como la burocracia, la amenaza del lobo o las dificultades económicas, se vive muy bien. “Yo salgo aquí y veo a las ovejas pastando tranquilamente y oyendo al aire y al murmullo del río… a mí me produce paz”.