Los fareros, la luz de una profesión que se apaga

Arturo García Puente, químico de vocación, es farero en el faro de cabo Mayor, en Santander, donde lleva ya más de 27 años ejerciendo este oficio. Mario Sanz Cruz, escritor además de farero, hace lo propio en el de Mesa Roldán, en Almería, desde nada menos que 1992. Ambos eligieron en aquellos años un oficio que, sin saberlo, estaba condenado a la extinción y ahora forman parte de un cuerpo de profesionales que cada año se hace más pequeño. Son dos de los últimos fareros de España.

Los faros, guardianes de la luz desde siempre

El faro de Mesa Roldán se inauguró el 31 de diciembre de 1863, 30 años después que el de cabo Mayor. Son dos de los muchos faros que se construyeron por todo el mundo en el siglo XIX, edad dorada de este tipo de edificios que han servido desde tiempos inmemoriales para guiar a los barcos a través de la luz, una luz que evita el naufragio y anuncia la llegada a tierra. La misma luz que veían los romanos hace milenios.

Una luz que, sin embargo, ha ido cambiando de forma, pasando de ser el fuego de una hoguera al destello de una linterna. Antes, dependiente de los fareros. Después, automatizada. Incluso hubo un par de faros a los que los griegos llegaron a considerar maravillas del mundo: el faro de Alejandría y el del Coloso de Rodas. Porque los faros también pueden ser obras de arte. En definitiva, los tiempos cambian, pero los faros llevan existiendo desde al menos el año 285 a.C. O incluso antes, cuando Homero los mencionó en sus obras de la Ilíada y la Odisea nada menos que en el siglo IX a.C.

Coloso de Rodas

Incluso podría decirse que los faros son de las pocas construcciones de tamaña edad que aún siguen utilizándose con la función que se construyeron. Siempre debe de haber una luz oteando las aguas de los mares y océanos, aunque sea solo por pura confirmación. De hecho, esto es lo que ahora mismo son los faros. Arturo lo dice bien claro: “He hablado con marinos mercantes y dicen que en el barco llevan dos GPS, por si les falla uno tener otro, pero es cuando ven la luz del faro cuando saben que están ahí”. Mario lo corrobora: “Los faros tienen que seguir funcionando. Por mucho GPS que haya, todos los marinos confirman con las luces, aunque ya sean automáticos”.

De hogueras a linternas

Pero aunque los faros siguen ahí como un ancla al pasado, ya no lo hacen de la misma forma. Antes debían estar al cuidado de dos o más fareros en todo momento, fareros que debían hacer, como fuera, que esa luz no se extinguiera. Como un furioso Zeus que protegiera el fuego de las manos de Prometeo. Y sí, la función de estas torres sigue siendo la misma, pero no la función de sus guardianes.

Antes de la invención de la linterna, de la electricidad y de las luces, estos trabajadores debían de hacer fuego, en ocasiones al aire libre. En el caso de las lámparas de aceite, eran ellos los encargados de recortar la mecha. A partir del siglo XIX, con la llegada de las linternas, sus funciones cambiaron: lubricación de los mecanismos de relojería, mantenimiento de las lentes y espejos… Todo lo que fuera necesario para que aquella luz no se apagara.

Faro de cabo Mayor

Hoy en día la profesión ha mutado mucho, incluso si solo se hace balance entre los años 90 y el 2022. Arturo, por ejemplo, señala que en el pasado eran las luces de la bahía de Santander, más que el faro, lo que más trabajo les llevaba: “Nos avisaban por la mañana, bajábamos al puerto y nos avisaban de que tal boya estaba parada. Había que coger una motora e ir con una batería, un panel solar, un regulador de la carga de la batería, una bombilla… Y a ver ‘qué te pasa’, ‘qué tripa se te ha roto’ y solucionarlo”. Sin embargo, asegura, “hoy en día cuando vamos a una boya es porque sabemos que si no hacemos una actuación preventiva en X tiempo se va a acabar apagando”.

Por su parte, Mario indica que “ya hace bastantes años que, desde que los faros son automáticos, cada uno llevamos varios faros”. “O sea, ahora la diferencia es más que no hay que trabajar de noche, no hace falta, y que lo que hacemos es mucho coche porque los faros están bastante lejos unos de otros y tienes que ir a revisarlos, que todo funcione y hay que desplazarse”, agrega.

El fin del romanticismo

Pero no es el trabajo lo único que ha cambiado. En el siglo XIX que los fareros vivieran en o junto a un faro era lo normal, pero no en la completa soledad que se les ha presupuesto desde el imaginario colectivo. “La verdad que lo del farero solitario es un engaño desde el principio, porque nunca había fareros solos”, apunta Mario. “Antiguamente, dentro de un faro siempre había, como mínimo, dos fareros e, incluso, sus familias”, añade. Aunque, claro, no era lo mismo estar en el faro de las islas Columbretes, a 30 kilómetros de la costa, que en el de cabo Mayor, ubicado en la misma bahía de Santander.

Las islas Columbretes con el faro de fondo

“El faro de cabo Mayor es como vivir en la Gran Vía de Madrid prácticamente”, indica Arturo. “En verano hay atascos porque es como un fondo de saco, la gente llega y no tiene dónde aparcar y hay atascos, entonces el tema de la soledad del farero, aquí, en cabo Mayor, cero patatero”, agrega el también químico.

De todas formas, son ya muy pocos los faros que continúan habitados. Arturo tuvo que abandonar el suyo en el año 2005, después de vivir ahí durante una década. Ahora, las viviendas del faro de cabo Mayor acogen al Centro de Arte Faro de cabo Mayor, un museo de pinturas de faros del litoral español. Mario, a pesar de contar con una vivienda en el pueblo, es de las pocas personas que aún continúa viviendo en su faro, donde hace unos años abrió su propio museo.

La ley que condenó una profesión

-  ¿Qué significa ser farero?

- Significa que nos estamos apagando, que nos estamos muriendo.

En el año 1992 el Estado promulgó la Ley de Puertos de la Marina Mercante, una ley que, entre otros aspectos, declaró el fin del Cuerpo de Técnicos Mecánicos de Señales Marítimas o, lo que es lo mismo, de los fareros. En 1993 salieron las últimas oposiciones. Desde entonces, no han venido más fareros. Aquellos fueron y son los últimos.

“Lo que pasó con la ley del 92 que nos declaró a extinguir fue que nos daban dos opciones. Una era seguir como funcionarios en expectativa de destino y ya te asignarían al puesto que hubiese”, comenta Arturo. La segunda opción es la que él tomó: “Por otro lado, estábamos los que queríamos seguir siendo fareros y tuvimos que pedir la excedencia y entrar como personal laboral en las Autoridades Portuarias que se formaron con la ley del 92”. En definitiva: o dejar de ser fareros para seguir siendo funcionarios o dejar de ser funcionarios para seguir siendo fareros.

De esta forma, algunos fareros, los que habían optado por continuar como funcionarios, terminaron trabajando en oficinas. Incluso Arturo cuenta que uno de sus compañeros terminó como gruista y otro como ingeniero de caminos, que era la carrera que había estudiado.

Faro cabo Mayor

Faros huérfanos de fareros

Así, desde 1993, los fareros que se han ido jubilando han ido dejando a su paso faros huérfanos, faros que ya nadie nuevo ha ocupado. Pero, como señalamos al principio, estas torres no pueden dejar de funcionar por mucho que sus tradicionales guardianes se dirijan, inexorablemente, a la extinción. Así que ahora son otros trabajadores los que se encargan de ellos. “¿El futuro?”, se pregunta Arturo sobre el devenir de su profesión. “Hay algunos puertos en los que están rehabilitando a gente del mismo puerto electricistas o técnicos en electrónica para que hagan el mantenimiento de las señales, pero en un futuro es privatizarlo, externalizarlo, como la mayoría de las cosas públicas”, apunta.

Para hablar del destino de los faros, el farero de cabo Mayor se refiere, por ejemplo, a Estados Unidos, donde hace ya años que los de su profesión se extinguieron: “Hace mucho tiempo que ya no hay gente para mantenerlos y los faros siguen funcionando. Ellos son los que establecieron el GPS y los primeros que lo tuvieron, y siguen manteniendo los faros. No creo que se cierren los faros y que se apaguen”.

La alegría de vivir junto al mar

Arturo, que nació y se crió en Madrid al igual que su compañero Mario, tuvo dos sueños cuando pensó en ser farero: uno era trabajar de noche y el otro vivir aislado. Sin embargo, la profesión fue bastante distinta a como él había imaginado y, de hecho, hizo la oposición sin saber que, pocos años después, se promulgaría la citada ley. Entonces surge la inevitable pregunta: ¿alguna vez se sintió engañado? “No me he sentido engañado, a veces me he sentido triste. Lo que pasa es que es como todo, es la evolución, la adaptación al medio. O te adaptas o mueres”, responde.

Faro de Mesa Roldán

Y aún así, ninguno de los dos fareros de origen madrileño se arrepiente lo más mínimo de una decisión que fue tomada casi de casualidad. “No me he arrepentido para nada, en absoluto”, apunta el farero de cabo Mayor. “No nos arrepentimos de nada, todo lo contrario, encantados de vivir, de pasar de una ciudad en una calle pequeña llena de coches, al medio del Parque Natural de Cabo de Gata a una altura de 210 metros”, responde, por su parte, Mario.

Porque, a pesar de algunas ambiciones frustradas, Arturo pudo cumplir otros anhelos gracias a esta profesión. Primero, después de aprobar las oposiciones, pudo vivir unos años en un radiofaro en Asturias en lo alto de la montaña. Aunque no fuera un faro, cumplió su deseo de vivir aislado. “Luego, de joven, otra cosa que me ilusionaba era vivir en un acantilado al pie del mar y en el faro en cabo Mayor acabé viviendo encima de un acantilado. Yo desde mi casa veía la mar”, apunta.

“La verdad es que es otra vida, como de la noche al día”, señala Mario sobre las diferencias entre Madrid y su querido faro. “El cambio es total, y luego te empiezas a dar cuenta (porque cuando estás viviendo en Madrid estás bien y te parece que eso es lo normal) de que Madrid de normal no tenía nada comparado con poder vivir en un sitio como este. Y cambia todo, cambia la percepción de la naturaleza. Sabes cómo funciona todo: sabes por dónde entra la luna o por dónde vienen los vientos”, señala el farero.