El Ojáncano y la Ojáncana, el mal en las montañas cántabras

Habían partido de Santiurde de Toranzo con el buen ánimo de pasar el día en un entorno natural. No tardó en empezar a caer una fina lluvia, muy propia del escenario cántabro en el que se encontraban. No protestaron demasiado. Las condiciones climáticas eran parte del encanto y la esencia de la zona. El precioso valle era, a pesar de ello, un lugar acogedor. O así lo habían sentido antes de toparse con la sospecha de la maldad misma.

La pareja de senderistas se detuvo frente a la cueva que, dictaba la tradición local, había servido de hogar a los seres monstruosos de esas montañas de Cantabria. La entrada a la cavidad era visible, pero estaba cubierta de maleza y rocas. La más grande de todas ellas parecía funcionar como una puerta. Pensaron al instante que solo un ser de gran tamaño y fuerza sería capaz de apartarla. Habían escuchado hablar del mal en las montañas cántabras, pero solo tuvo efecto en ellos cuando quedaron frente a la evidencia que señalaban las leyendas.

Un aspecto monstruoso

Cueva Cullalvera, en Ramales de la Victoria | Shutterstock

Los Ojáncanos y las Ojáncanas, cuentan esas leyendas, viven en cuevas dispuestas para que solo estos seres puedan acceder a ellas. No es que los habitantes de las tierras cercanas quieran aproximarse, en cualquier caso. Su aspecto mismo causa pavor. Las formas deformes de sus enormes cuerpos imponen el tipo de temor más común, más humano: el de saberse indefenso ante algo más poderoso. Gigantescas figuras cubiertas de un pelo rojizo que tienen su mayor representación en una larga barba que les cuelga hasta los pies. Cada pie tiene diez dedos, también cada mano, lo que termina de confirmar que sus formas no son formas naturales. Un único ojo brilla en consonancia con los puntos azules que salpican su frente. No son agradables a la vista.

A la Ojáncana le cuelgan, además, unos pechos enormes, abominables, que puede colocar sobre sus hombros para que cuelguen en su espalda. Tiene colmillos de jabalí, dicen, y algunas leyendas de la Montaña hablan de que la versión femenina de la maldad sí tiene dos ojos, siempre llenos de legañas. Los rostros de ambos, un reflejo de la rabia que domina sus acciones y su visión del mundo, son redondos y poseen un tono amarillento.

Los habitantes de la zona, recuerdan los senderistas frente a la cueva, evitan aproximarse a sus hogares. Son conscientes de que tal vez sea lo último que hagan.

Vista de Vega de Pas, en Cantabria | Shutterstock

El mal, el odio y la rabia

Montañas de Cantabria | Shutterstock

Pero los senderistas, que no son habitantes de la zona, permanecen frente a la cueva, casi inmóviles, atraídos por esa extraña fascinación que despierta en el ser humano aquello que no puede explicar ni comprender. No se explican, tampoco comprenden, el mal que domina a estos seres de la mitología cántabra, que viven dedicados a sembrar el terror en las tierras que habitan. Terrores que han acabado con la vida de los animales de la zona desde hace siglos, que se han transformado en mendigos para engañar a los vecinos y robar sus propiedades, que han secuestrado a niños recién nacidos y también a pastoras, que han destruido puentes y edificios, que han provocado, en general, pavor en todos los rincones de Cantabria. El temor a esta maldad parece fundado, piensan frente a esa cueva, de la que, creen escuchar, se escapa un bramido. Retroceden un poco.

Uno de ellos recuerda el miedo de estos seres a los murciélagos. Se pregunta si habrán logrado espantar a aquellos que tienen también su hogar en las cuevas que han tomado como suyas. Su compañera susurra que ha recordado, por si acaso llegaran a necesitarlo, cómo acabar con ellos. Tendrían que cegarlos y, entonces, arrancarles el único pelo blanco que habita en su larga barba rojiza. Animados por ello, vuelven a dar un paso al frente, casi dispuestos a enfrentarse a unas criaturas a las que, les dirían los lugareños, no deben enfrentarse. No tienen posibilidad de salir victoriosos.

La fuerza del Ojáncano y la fuerza de la Ojáncana solo puede compararse con la rabia con la que abordan cada instante de su existencia. Y esta inquina solo es pequeña al compararla con la maldad que alimenta a estos seres. Seres que se esfuerzan por que su raza siga viviendo. Cuando el Ojáncano alcanza la vejez es asesinado por sus propios compañeros, que abren su vientre para repartirse aquello que lleva dentro. Después lo entierran bajo un roble. Al cabo de nueve meses, del mismo cadáver, nacen unos gusanos enormes, amarillos, viscosos. Una Ojáncana, entonces, los amamanta durante tres años, hasta que toman forma adulta y comienzan una existencia independiente. Estos seres se pelean entre sí, pero también se mantienen vivos.

Cuenta la leyenda que cada cien años, entre tanta maldad, nace un Ojáncano bondadoso, que protege a los humanos y convive entre ellos en las montañas. Los senderistas forasteros, todavía fascinados, sabiéndose indefensos, vulnerables, demasiado pequeños para enfrentarse a ningún ser sobrenatural, se preguntan si el ojo brillante que han creído ver en la oscuridad de la cueva pertenece a la maldad o a la bondad que habita en las montañas de Cantabria. O si, tal vez, es únicamente producto de la fina lluvia, del bello entorno, de los cuentos que han escuchado.

Leyenda del Ojáncano. | Alex Miklan