En busca del silencio en el corazón de Asturias

Esperaba verde antes de ir a Asturias. Esperaba naturaleza y silencio. Sentirme trascendente e intrascendente al mismo tiempo, de esa manera en la que uno se siente ante la naturaleza o ante la historia. Ambas cosas se encuentran en el corazón de una tierra a la que de momento nadie ha querido ni podido arrebatar el título de paraíso. Asturias es una maravilla que esperaba pasear con tranquilidad, pisando las hojas caídas, empapándome del verde sin prisa.

En Madrid uno no se suele empapar de nada bueno cuando camina, porque solo hay prisa y el objetivo de llegar. Esa es para mí la primera diferencia entre estar viajando o estar en la rutina: la manera de caminar. Sé que estoy de viaje cuando me siento andando diferente, cuando dejo de correr. Me muevo a la misma velocidad que si arrastrase los pies, pero voy flotando, pendiente de cada hoja que piso y no piso.

Esos días iba a flotar sobre el corazón de Asturias. Quería escuchar su latido y asistir al bombeo de esa sangre verde que riega toda la tierra.

Trascendencia e intrascendencia en Corao

En Corao no todo es verde, pero me vale de igual modo. Elijo este lugar como base de operaciones para mi viaje porque está tan cerca de ese corazón como se puede estar y porque me atrae la idea de estar en un llano antes de ascender al cielo.

En esta aldea asturiana, perteneciente al municipio de Cangas de Onís, destaca el color de sus viviendas: son blancas, amarillas, rojas y azules. Me fijo también en el marrón: troncos de leña, el típico hórreo norteño, las vacas ocres que pastan con serenidad en los alrededores del pueblo. La calzada es gris y nada más, no hay líneas que seguir ni tampoco apenas vehículos. Eso no significa que en Corao no haya vida. Descubro, antes de llegar, que cada 26 de mayo se celebra una de las mayores ferias de ganadería del norte de España y la más importante de Asturias. De importancia comercial, pero también cultural, pues se celebra desde hace siglos y las apasionadas negociaciones entre unos y otros se han convertido en un arte que observar desde fuera.

Pero no estamos en mayo, así que el silencio solo se interrumpe de tanto en tanto y se adivina aún más grande en las montañas que cortan de forma abrupta el horizonte. La promesa de una entrada a los Picos de Europa es tentadora incluso aquella tarde, con el crepúsculo ya sobre Corao. Pero me mantengo en la aldea y disfruto de las margaritas que inundan un campo verde, salvaje, sin mancillar. Siento el ardor propio de un encontronazo con una ortiga y me asomo al río Güeña, una de las dos corrientes de agua que rodean, o deben rodear, el pueblo.

Había leído, antes de emprender el viaje, que los alrededores de Corao resguardan un tejo de mil años de vida. Es uno de los árboles más místicos que hay, antiguamente sagrado para los celtas y para numerosas civilizaciones que se aprovecharon de la fortaleza de su madera para la construcción de primitivas armas. Acercarse a su sombra, en Corao, significa también acercarse a la intrascendencia del ser. Ese árbol lleva mil años en pie. Yo apenas he cumplido 30. Cualquier ser humano, a su lado, significa nada, y al mismo tiempo, por el valor de lo perecedero, lo significa todo. Todavía hay silencio cuando marcho a dormir.

Covadonga, el corazón de Asturias

Cueva de Covadonga. | Shutterstock

Al santuario de Covadonga se llega por una carretera sinuosa, el preámbulo de lo que vendrá después si uno continúa adentrándose en el parque nacional de los Picos de Europa. Me fijo en las formas de la montaña, que parece abalanzarse sobre la carretera. Paredes de roca por las que discurre agua, el primer detalle en el que reparé en mi primer viaje al norte. No he dejado de admirarlo desde entonces, tan simple y tan significativo como es. En lugares así la naturaleza encuentra mil formas de manar.

Es difícil sentirse sola en Covadonga. Por su valor histórico, cultural, religioso y paisajístico, Covadonga es un espacio en el que siempre parecen sobrar personas. No tiene ya ese aire de rincón aislado que seguramente tuvo antaño, cuando la peregrinación era más compleja que tomar un vehículo y seguir esa carretera que interrumpe la montaña. Salvo en rincones y momentos muy concretos, no encuentro el silencio que busco en este viaje, aunque es cierto que cuando por fin llega adquiere el significado de lo sagrado. Y es, con peregrinos o sin ellos, con viajeros o sin ellos, un lugar auténtico, bello e impresionante.

Auténtico porque el corazón de Asturias descansa y late allí. La Santa Cueva alberga la imagen de la Virgen. Incrustada en la pared, el silencio reina por el respeto que ofrecen las decenas de personas que cada día acuden a prender una vela, detenerse ante la imagen de La Santina o simplemente, como es el caso, descubrir y entender. Porque allí nace lo que llaman el alma de toda una región, que tiene otro de sus símbolos en la escultura del rey don Pelayo, guardián de la explanada que da paso a la basílica.

La basílica de Santa María la Real de Covadonga se encuentra en un entorno único. | Shutterstock

Este lugar es bello, bellísimo, con decenas de verdes dominando el paisaje y los picos de la basílica colándose entre las ramas de los árboles, asomándose en la distancia. Es impresionante, por todo lo anterior. Lo que más asombra a esta peregrina y viajera es la basílica, su tamaño, su color y su ubicación. Me detengo a observarla durante lo que me parece una eternidad y un instante. De nuevo con esa dualidad que tienen las cosas difíciles de medir y abrumadoras de sentir.

Este esbelto templo, proyectado por el valenciano Federico Aparici, es uno de los mejores ejemplos neorrománicos de la península. No hay que entender de arte para disfrutar de ello, para llegar, incluso, a conmoverse. No sé cuándo despierto de la ensoñación y me animo a visitar su interior. Dentro se pide silencio, así que también lo encuentro. Su nave principal es alargada y alta y por ello la sensación de inmensidad no se borra. Más bien al contrario: se acentúa. La iluminación es escasa. El aura sagrado se recupera allí.

Tampoco sé en qué momento, si ha pasado un instante o una hora, estoy atravesando de nuevo sus puertas para asomarme al precipicio, pero sé que miro hacia el horizonte y solo hay verde. Me lanzo de cabeza a explorarlo.

La inmensidad de la montaña

Bello paisaje del lago Ercina en Covadonga. | Shutterstock

Covadonga es un santuario y es también la entrada a los Picos de Europa. Este nombre proyecta en ocasiones algo demasiado general como para que tenga un efecto real en quien lo escucha, pero vivirlo es otra cosa porque no descubres los Picos de Europa, como concepto, de una sentada, sino que te adentras en uno de sus espacios concretos. Desde Covadonga, una todavía más sinuosa carretera conduce a los lagos del mismo nombre, situados a 1134 metros de altitud. Eso sí tiene un efecto real.

A medida que se asciende pierde uno cobertura y gana, como suele decirse, años de vida, porque el aire que se respira allá arriba en la montaña es otro tipo de aire. Y los paseos son otro tipo de paseos. Vas flotando y lo observas todo y te detienes a admirar casi cada brizna de hierba. Te sientes pequeño, porque todo es muy grande, y también grande, porque de qué otra manera si no es perteneciendo a todo aquello puede estar uno allí, en lo que se siente como la cima del mundo. No lo es. Hacia el suroeste, Torre Cerredo, con sus 2650 metros de altitud, se ríe de cualquiera de los picos que rodean a los lagos. Pero no importa la teoría, ni los hechos, ni las cifras cuando uno se siente como se siente. Y allá arriba uno se siente en la cima del mundo.

Lago Enol. | Shutterstock

Los lagos de Covadonga son los tres de origen glaciar. Del más pequeño de ellos, el lago Bricial, solo puede disfrutarse en época de deshielo o de lluvias intensas, así que de él solo obtengo una promesa de regreso. Imagino cómo debe ser ese espacio cuando la nieve lo cubre todo, pero al final me quedo con la imagen que tengo y nada más. Me siento en una colina frente al lago Enol, después de una jornada de senderismo y de dar buena cuenta de la gastronomía asturiana. Aunque suene extraño en boca de una peregrina viajera, el sentido del gusto siempre ha quedado relegado a todos los demás, pero a este paraíso no le digo que no a nada, así que como hasta sentirme llena. También plena. Hay gente alrededor, pero el silencio general vuelve a ser conmovedor.

Lo mejor que uno puede hacer al partir de viaje es abandonar toda expectativa, dejar que los cinco sentidos tomen el mando y no pensar demasiado. Se evitan decepciones, gana uno en sorpresas. Pero en ocasiones también pasa que vas buscando algo que terminas encontrando. Como si Asturias fuera una tierra de seguridad y promesas que se cumplen, me ofrece el verde y el silencio deseado. También su historia y su corazón. Tierra, patria para muchos, querida.