Trevejo, el viejo corazón que sigue latiendo en la sierra de Gata

En Trevejo, en la plaza del Corro, me recibe Mariví con una sonrisa. Pasan las dos de la tarde y le pido disculpas porque llego unos minutos después de lo acordado. Le explico que me ha sido inevitable detenerme en un par de miradores que he ido encontrando por el camino. Hay que ser muy bruto para no apreciar la belleza de la sierra de Gata.

Ella lo sabe bien así que le resta importancia, coge una de las bolsas que llevo conmigo y abre el camino hacia Agua D Estrellas, la casa rural en la que me hospedaré durante mis días en Trevejo. Hay en Mariví la naturalidad de quien ha hecho eso mismo cientos de veces, así que a su lado uno se siente cómodo y seguro. En seguida entablamos conversación, mientras intento no detenerme en cada esquina de lo que en seguida reconozco como uno de esos lugares preciosos que se le quedan a uno en la retina.

Mariví me cuenta que en Trevejo viven 12 personas. En Villamiel, la localidad que tienes que dejar atrás para ascender hasta allí, viven 400, incluida ella misma y su familia. Es una familia de ganaderos, como buena parte de la zona. "Habrás visto cabras por el camino", me dice. Se lo confirmo y entonces me cuenta uno de esos detalles que en un principio se pierden en el montón de estímulos que uno recibe al llegar nuevo a un lugar, pero que recupero más tarde, al final del viaje, casi como una revelación. Lo hago para acabar de comprender lo que es Trevejo, el viejo corazón que sigue latiendo, a pesar de todo, en la sierra de Gata.

Lugares por los que se lucha

Trevejo puede apreciarse en la cima, en la distancia
Trevejo puede apreciarse en la cima, en la distancia. | Foto: JT

Agua D Estrellas me espera con muchos detalles de esos que marcan la diferencia. Curioseando, una vez ya instalada, me encuentro unos prismáticos colgando ante una de las ventanas. Los tomo sin pensarlo demasiado, sin haber abordado todavía Trevejo más que en ese primer paseo con Mariví, que ya se ha marchado con su sonrisa y su amabilidad para dejarme a mis anchas. Los cojo y miro más allá, hacia el valle que se extiende bajo Trevejo. Veo muchos colores, alguna construcción, campos de cultivo, montañas y montañas.

Quizá fuera la ausencia de otro núcleo de población en ese valle lo que me hizo tomar la decisión que tomo en ese momento, o quizá es que el embrujo de esa aldea me había atrapado ya, pero allí mismo, frente a la ventana, ya soy consciente de lo que va a ser el resto del viaje para mí.

Calles de Trevejo, y el castillo al fondo
Calles de Trevejo, y el castillo al fondo. | JT

En la sierra de Gata se esconden pueblos de los que he oído hablar mucho y bien. Robledillo de Gata, San Martín de Trevejo u Hoyos, del que me hablan en varias ocasiones a lo largo de los días siguientes. Pero decido, frente a ese valle que se extiende ante mí, que no visitaré ninguno de esos pueblos. Que esos días serán para Trevejo porque no quiero que sus calles se me terminen confundiendo con otras en la memoria, porque nos hemos acostumbrado demasiado a coleccionar lugares como si fueran solo chinchetas que clavar en el mapa y yo empiezo a estar cansada de viajar de esa manera. De ir con prisas, no de haber terminado de llegar y tener que marcharme porque espera el siguiente destino.

Esos días mi destino es Trevejo y nada más. Porque ese viejo corazón de piedra que lleva siglos en pie merece algo más que dos paseos inquietos por sus calles. Merece que me aprenda cada esquina, cada casa, casi como una venganza contra aquellos a quienes no les ha importado que pueda caer en el olvido. Los lugares así no deberían caer en el olvido. Por los lugares así se lucha y si uno tiene la fortuna de llegar a ellos lo hace para quedarse tanto tiempo como sea posible. 

Los colores del mundo

Iglesia de San Juan Bautista, con su espadaña, y Villamiel al fondo
Iglesia de San Juan Bautista, con su espadaña, y Villamiel al fondo. | JT

En la sierra de Gata uno ve todos los colores del mundo, especialmente en esa época mágica que es el otoño. Cáceres es una provincia fascinante y no importa que recorras su norte, su sur, su oeste, su este, su capital o su corazón, pensarás esto mismo en todos sus rincones.

El azul del cielo se tiñe de un blanco neblinoso en mi ascenso hasta Trevejo. El marrón de los árboles, de muchas tonalidades, solo queda vencido por los verdes casi omnipresentes en el paisaje. Verdes que se confunden unos con otros, que se apiñan y se intensifican al lado de otros colores, como el naranja de las hojas caídas o el gris de la piedra, porque Trevejo y sus alrededores es un lugar hecho de piedra. Montañas de piedra con la que se confunde el mismo castillo de Trevejo, que a cierta distancia y desde ciertas perspectivas parece pertenecer a la montaña misma, ser la montaña misma. Ser parte de sus formas y no un producto de la decisión de nadie.

Atardecer junto al castillo de Trevejo
Atardecer junto al castillo de Trevejo. | JT

Si me faltaba algún color por ver en esa primera tarde en Trevejo me lo da el atardecer desde esa construcción, hoy en ruinas. Al fondo, tras las montañas, el sol desciende en el cielo y las sombras lo van cubriendo todo: la iglesia de San Juan Bautista y su espadaña, las tumbas excavadas en la roca, Villamiel, Trevejo y sus colores de piedra, y sus tejados color teja. El verde cambia y adquiere una nueva tonalidad no vista hasta entonces. Ese lugar parece conocer todos los colores y acaso todos los secretos del mundo. No en vano es exactamente de donde venimos y sin duda debería ser el lugar al que volvamos, tal vez un día que seamos mucho más inteligentes y conscientes de lo que somos ahora.

Trevejo, el corazón centenario de la sierra de Gata

Trevejo y el valle que se extiende bajo la aldea
Vistas al valle que se extiende bajo la aldea. | JT

Trevejo es el pueblo más viejo de la sierra de Gata. El origen primigenio de su castillo, símbolo de la aldea, hay que ir a buscarlo al siglo XII. Fueron los musulmanes quienes alzaron una primera construcción en lo alto de este monte que se alza ante el valle. Posteriormente los cristianos le dieron una nueva forma y los franceses se encargaron, años más tarde, de tirarlo abajo, ya durante la guerra de la Independencia. Antes, a finales del siglo XV, fue tomado por el bandolero Fernán Centeno, porque esta fue tierra de bandoleros, tierra dada a las leyendas y los cuentos. Tierra también histórica.

Tierra de gatos, pienso andando sus calles, que son calles empinadas, de piedra y flores. Hay más gatos que personas, reflexiono tristemente. Recuerdo a Denis Escudero hablando de Trevejo y otros pueblos en ese fantástico trabajo que es La España que abandonamos. Hablando de la tristeza de muchas personas que tuvieron que dejar sus localidades de origen o de felicidad porque no había presente y mucho menos futuro. Ese libro habla bien de los lugares por los que se lucha, aunque la lucha en ocasiones no sea suficiente.

Castillo de Trevejo
Castillo de Trevejo. | Shutterstock

La despoblación es un drama, pienso entonces. Son cientos los que querrían poder vivir aquí, en sus pueblos, porque aquí se tiene que vivir bien. Aquí se respira aire puro, se ven las estrellas y crecen raíces tan fuertes como la piedra. Al pensar en aquello recupero ese detalle compartido por Mariví en el primer contacto: Fausta, una vecina de Trevejo, sigue acudiendo cada día a ordeñar a sus cabras. Subiendo esas cuestas empinadas a sus 92 años, en su pueblo de piedra. Ella y todos los vecinos de Trevejo son el corazón de la sierra de Gata y ese corazón no debería dejar de bombear nunca o morirá el mundo y sus colores.

Busto dedicado a Chon, quien fuera alcadesa de Trevejo en el siglo XX
Busto dedicado a Chon, quien fuera alcadesa entregada de Trevejo en el siglo XX. | JT

En ese último paseo cuento nueve gatos a la puerta del Agua D Estrellas. Me miran todos, no se mueve ninguno. Trevejo está lo suficientemente iluminado para caminar sin dificultad, pero la luz no rompe nunca el hechizo de la noche. Una especie de niebla se extiende por las calles. Parece otra vez un cuento, pero no es más que un pueblo terriblemente bello que sabe lo que es y no ha querido ser otra cosa. Solo escucho mis pasos. Hay lugares en los que se reaprende lo que es el silencio. Uno no se da cuenta de cuánto vale o incluso de lo que significa si vive lejos de lugares así.

Y hay lugares, como leí en Agua D Estrellas, en los que has estado dos veces. Cuando lo sueñas y cuando finalmente lo visitas. Trevejo es un sueño, solo que no lo es. Es real y uno solo puede esperar tener la fortuna de llegar a él y, si la suerte está de tu lado, tal vez de volverlo a visitar. Esperando que haya los mismos gatos y quizá, ojalá, más personas que hayan podido regresar después de haberse marchado sin realmente querer hacerlo.