La venganza del Gaueko, el señor de la noche

Llegamos a Berastegi poco después del mediodía, tras un trayecto tranquilo por bellos paisajes vascos que se acentuaron cuando abandonamos la autovía y nos adentramos en la nacional. Conducía Adriana, yo miraba por la ventana. Teníamos ese pacto cuando viajábamos al norte: la mayoría de las veces me dejaba disfrutar de su verde y de su cielo, a veces encapotado y a veces presidido por el enorme astro, como aquella tarde. Berastegi, bajo ese sol, me pareció un pueblo lleno de color.

Aparcamos frente a la casona que Eloy había elegido para nosotras para pasar la noche. El jefe siempre se encargaba de cuidar el más mínimo detalle para que nos sintiéramos a gusto, incluso en las situaciones más complicadas. En esa ocasión, podía tratarse de un caso verdaderamente complicado, pero algo me decía que, más bien, se resolvería en apenas unas horas. Confiaba en esto último.

Adriana coincidía conmigo, porque los indicios parecían claros, pero seguía demasiado pendiente del Gran Asunto, como lo habíamos llamado, como para poner toda su atención en este nuevo caso. El Gran Asunto lo protagonizaba el Coco. Se había convertido en nuestra obsesión desde que no pudimos evitar la tragedia, un año atrás, en ese pueblo de Segovia que había tenido la mala fortuna de acoger los pasos de una criatura que estábamos lejos de conocer y de comprender. Habíamos seguido su pista con empeño en los últimos meses, pero se nos escapaba una y otra vez.

Yo procuraba no pensarlo demasiado, especialmente en días como aquel en los que se nos presentaba un caso de lo más interesante. No había habido víctimas mortales, así que podía vivir aquello con una cierta emoción. Y es que con toda probabilidad estábamos allí para seguir los pasos de una de las criaturas más importantes del universo vasco.

Vistas de Berastegi
Vistas de Berastegi. | Shutterstock

Eloy nos había puesto sobreaviso. La víctima del ataque no hablaba con claridad de lo sucedido. La denuncia que había interpuesto iba dirigida contra un hombre de identidad desconocida, así que nuestra presencia allí solo estaba justificada porque sus acompañantes de aquella noche habían levantado las sospechas con sus declaraciones. Era, por tanto, el departamento de Asuntos Extraños el que debía encargarse. Y ahí entrábamos nosotras, que debíamos enfrentarnos no solo al caso en sí, sino también a las personas que se negaban a aceptar la existencia de seres diferentes a ellos mismos.

Tras aparcar el coche, Adriana indicó la dirección hacia la que debíamos conducir nuestro caminar y nos adentramos en las calles de Berastegi, estrechas y cuidadas, sin ni siquiera haber dejado las maletas en el hotel. No había tiempo que perder. El afectado nos esperaba en su casa, en cama, todavía convaleciente tras el ataque que había tenido lugar unos días atrás. Tenía magulladuras por todo el cuerpo, dos costillas fracturadas y mucha mala leche, según nos había explicado Eloy. Iba a ser difícil lidiar con él.

Nos recibió la mujer del susodicho, con amabilidad pero con reservas. Ya les habían visitado dos policías de la zona, así que no entendía nuestra presencia allí. Como nuestra máxima era no revelar más información de la necesaria, porque nunca podía saberse cómo iban a reaccionar los humanos, no di detalles. Estábamos siguiendo una línea de investigación diferente, le expliqué, y era fundamental que hablásemos con él.

Nos acompañó escaleras arriba hasta la habitación donde se encontraba el hombre, que respondía al nombre de Andrés. Este nos recibió con un gruñido. Adriana y yo nos colocamos a un mismo lado de la cama, nos presentamos y animamos a la víctima a que relatara lo sucedido. Protestó: ya lo había contado decenas de veces. Insistimos: necesitábamos escuchar sus palabras exactas. Gruñó de nuevo, pero terminó por acceder.

La historia era la siguiente: Andrés se encontraba en la taberna del bar, jugando a las cartas con la cuadrilla, como cada noche de martes. Ese día, sin embargo, se sintió indispuesto por la copiosa cena que habían tomado, así que antes de regresar a casa decidió dar un paseo por el pueblo. Fue entonces cuando alguien lo atacó. Lo empujó con violencia contra la pared de la casa que quedaba a su derecha. Sintió un fuerte golpe en el costado y se golpeó la cabeza al caer al suelo. Al abrir los ojos, un hombre desconocido lo observaba fijamente, “con rabia”, según aseguraba. El atacante se marchó sin decir nada, dejando a la víctima tirada en la calle.

Adriana y yo nos miramos. Ella tomó unas notas rápidas y yo carraspeé antes de hablar.

– Andrés –dije despacio–, necesitamos que nos digas la verdad.

Eguzkilore
El eguzkilore es un símbolo de la mitología vasca que significa sol y protección. | Shutterstock

Protestó de nuevo. No tenía más que decirnos, nos lo había contado todo. Volví a suspirar. Había sido un viaje largo, estaba cansada y harta de hombres como aquel, que eran incapaces de reconocer las verdades ni siquiera cuando esas verdades los miraban a los ojos. Me acerqué a la cama y me senté junto a él. “Julia, tranquila”, escuché que decía Adriana tras de mí. La miré y negué con la cabeza. Iba a ofrecerle comprensión.

– Sabemos que estás confundido, así que vamos a empezar por dejar claro que estamos aquí para ayudarte, no para cuestionarte –comencé, con tranquilidad–. Tenemos una ligera sospecha de lo que ha podido suceder, pero para poder actuar necesitamos que nos digas lo que viste, incluso aunque creas que no puede ser otra cosa que una alucinación consecuencia del golpe.

Andrés me miró fijamente unos segundos. Noté cómo relajaba el cuerpo y entonces me dije que tal vez solo necesitaba que alguien le hiciese sentir que no estaba perdiendo la cabeza. Lo que suelen necesitar las personas: la validación del resto.

– No sé exactamente qué era –dijo, entonces, muy despacio y muy bajito–, solo sé que no era un hombre.

Asentí y miré a Adriana, que también me miró.

– Estaba oscuro, pero esa… cosa… esa cosa era más oscura que la misma oscuridad. Me miró con odio. Creí que me mataría.

Sonreí ligeramente.

– Bueno, estás vivo, ¿no? Esa es una buena noticia. Ahora cuéntanos qué hablaste con la cuadrilla durante esa partida de cartas.

Andrés y su cuadrilla hablaban de todo y de nada, como cada martes, cuando alguien mencionó que Justo, el castellano que de vez en cuando subía a pasar unos días a su casona familiar, andaba recopilando historias del valle. Entonces recordaron algunos cuentos de cuando eran críos. Y poco más. Eso mismo habían dicho los miembros de la cuadrilla a la policía en la primera investigación, cuando Andrés interpuso la denuncia. Eso fue lo que levantó las sospechas. Pero había más. Claro que había más.

– Andrés… –Adriana se había acercado a la cama, los brazos cruzados sobre el pecho, el rostro serio–. ¿Qué dijiste?

– Pues qué voy a decir. Que todo aquello eran tonterías, cuentos para niños pequeños. Que ya vale con la tontería del eguzkilore en la puerta, que si íbamos a seguir viviendo para siempre en otro tiempo.

Me llevé una mano a la cara y presioné los dedos sobre los ojos. Adriana y yo podíamos encargarnos de mantener el orden, de resolver ciertas cuestiones, de evitar que los humanos viviesen asustados, pero aquello no valdría para nada si no aprendían por sí mismos a mirar el mundo con los ojos adecuados.

– Descríbenos lo que viste, por favor –pedí, intentando no entrar en valoraciones.

– Ya lo he dicho. Era algo… oscuro. Con la forma de un hombre, dos piernas y todo lo demás, pero tenía el aspecto de…

– ¿Un animal? –preguntó Adriana–. ¿Un lobo?

Como había hecho antes, Andrés la observó detenidamente antes de responder.

– Sí.

Me levanté y caminé hacia Adriana.

Eguna egunezkoarentzat eta gaua gauezkoarentzat –dije, simplemente.

“El día para el del día y la noche para el de la noche”. Mi compañera asintió.

El valle de noche
El valle de noche. | Shutterstock

– Eso es un dicho, ¿no? –preguntó Andrés–. Un refrán que se decía antaño.

– Y que se debería recordar, sí –respondí–. Lo que viste, el ser que te atacó, es el ser de la noche. El Gaueko.

– Eso solo son cuentos.

– ¿Es que no has aprendido nada? –increpó Adriana–. No son cuentos, es tan solo una parte de la realidad que los humanos habéis decidido deliberadamente convertir en ficción, porque es mucho más fácil decirse eso que aceptar que hay seres ahí fuera que son diferentes y que jamás vais a comprender del todo. Da miedo, pero es así.

Supe que estaba pensando, de nuevo, en el Coco, incluso aunque aquello pudiera aplicarse a todos los demás. Algunos seres que llamábamos sobrenaturales, en mi opinión de forma injusta (¿quién es más natural que quién y por qué?), no eran tan diferentes de los humanos. Ahí estaban las meigas, que podían integrarse en la sociedad sin dificultad. Otros, como el Gaueko, a veces se antojaban más un concepto, “el señor de la noche”, que una realidad. Pero era real. Y todavía seguía atacando a aquellos que se burlaban de los seres que eran tan antiguos como el tiempo, como era su caso.

– Muy bien, muy bien. Lo que digáis. Ahora, ¿qué? ¿Vais a ir detrás de… ese ser?

– ¿Detrás del Gaueko? –Adriana se rió a carcajada limpia–. No, querido. Nosotras vamos a irnos a dar un baño caliente, después disfrutaremos de una buena cena y más tarde nos iremos a dormir sin burlarnos de nadie, así mañana aprovechamos el día y nos hacemos una ruta por la montaña, ¿no, Julia?

Asentí. Andrés gruñó de nuevo.

– ¿Para esto habéis venido?

– Hemos venido para sonsacarte una verdad que no has querido compartir con nadie porque la temes demasiado, o porque te sientes absurdamente vulnerable creyendo en lo que tantas veces te has dicho a ti mismo que solo es un cuento. –Andrés bajó la cabeza y yo el tono. Había aprendido la lección, no teníamos que seguir castigándole–. Sospechábamos lo que había sucedido incluso antes de llegar aquí. Has recibido un aviso de un ser al que seguro que a partir de ahora tendrás en consideración, pero tanto tú como tu familia y tus vecinos estáis a salvo. Los que son como él no interceden en vuestros asuntos, a menos que seáis vosotros quienes los reclaméis de mala manera –advertí–. Manteneos alejados de la noche y, si os adentráis en ella, respetadla. Seguro que a partir de ahora te encargarás personalmente de que así sea, ¿verdad?

Andrés fue quien, en esa ocasión, asintió despacio. Le deseé una pronta recuperación antes de abandonar la estancia y escuché cómo Adriana le ofrecía un último consejo: abrir los ojos al mundo.

Mientras caminábamos de vuelta al hotel, a por ese baño caliente y esa cena, reflexioné en voz alta.

– ¿Sabes lo que ando pensando últimamente? Que no hay ningún ser tan peligroso como un humano ignorante.

– Quizá el Coco –dijo ella, y casi nos salió reírnos.