El asesinato de la Tía Casca, la última bruja de Trasmoz

La caza de brujas no se encontraba en su punto más álgido a mediados del siglo XIX, pero el pueblo de Trasmoz se levantó igualmente en estos años. Parece que fue un ataque de ira, seguramente provocado por el miedo que sentían hacia una de sus vecinas. Habían acusado a la Tía Casca de bruja desde siempre. No se fiaban de su modo de vida, de cómo se relacionaba ni de los paseos que daba por las inmediaciones del pueblo, recorriendo senderos que no eran para una mujer solitaria. Poco a poco la leyenda en torno a ella fue creciendo. En un pueblo, por cierto, bastante dado a las leyendas. Hoy en día es el único pueblo excomulgado de España, aunque no por este crimen conjunto contra una mujer inocente e indefensa.

La verdad según la acusación

Trasmoz, Zaragoza. | Shutterstock

Por todos nosotros era bien sabido que allá en lo alto del castillo se reunían las brujas para celebrar sus despreciables aquelarres. Acudían los sábados cuando la oscuridad era total, cuando ya las campanas de la iglesia habían anunciado el toque de las ánimas. Llegaban montadas en sus escobas y una vez allí practicaban ritos crueles, satánicos.

De entre todas las brujas pecadoras, en Trasmoz temíamos especialmente a la llamada Tía Casca. Era una mujer alta pero de cuerpo encorvado, de brazos deformes y greñas blancas que cubrían su rostro como si de serpientes se tratase. Había provocado la muerte de nuestros animales y había echado males de ojo a diestro y siniestro, provocando la desgracia de muchas familias. Incluso se colaba en nuestros hogares para azotar a nuestros hijos mientras dormían. Se sabe que había envenenado la hierba que pisábamos, esperando, con total seguridad, que todos terminásemos corriendo un destino nefasto.

Cuando en el pueblo nos cansamos de sus malas prácticas, de sus conjuros y su brujería, y en vista de que las autoridades no hacían nada por librarnos de la presencia de una enviada del mal, tuvimos que tomarnos la justicia por nuestra cuenta. No había una sola alma cristiana en Trasmoz que no estuviera cansada de la Tía Casca.

La persecución comenzó un día al anochecer. Sabíamos que no había muchas formas de acabar con la bruja. En cualquier momento podría emplear su alianza con el mal para arremeter contra nosotros, así que debíamos ser rápidos. Decidimos que despeñarla por el precipicio cercano al pueblo sería la forma idónea de terminar con ella, así que la condujimos hasta el lugar a base de cantazos. La bruja se retorcía con cada pedrada, pero no fue hasta que no llegó al borde del acantilado cuando se detuvo.

Hoy en día el acantilado donde murió la Tía Casca es un mirador. | Shutterstock

Entonces, allí sí, suplicó clemencia y se arrodilló ante nosotros, llegando a besar los pies de los que tenía más cerca, implorando a la Virgen y los Santos. Como si fueran a escucharla tras una vida dedicada al pecado. En vano proclamó su inocencia, pues todos allí conocíamos de sus faltas, las habíamos sufrido o habíamos sido testigos de cómo otros caían bajo sus embrujos.

Antes de morir, la bruja pidió un último deseo: que le permitiésemos dirigirse al Cielo. Lo hicimos como buenos cristianos, porque a nadie se le debe negar la posibilidad de enfrentar la justicia del Altísimo. La Tía Casca inclinó la cabeza, juntó las manos y murmuró una serie de palabras ininteligibles. A un servidor le pareció que hablaba en latín, pero más tarde algunos asegurarían que de sus labios no salía más que una lengua desconocida, seguramente endemoniada. En opinión de otros, sí se acogió a las oraciones que todos conocemos, pero las pronunciaba al revés, tal como había vivido.

Ese momento de recogimiento fue suficiente para que se armase de la fuerza propia de las de su calaña, pues se incorporó de pronto y arremetió contra los vecinos. Tenía los ojos inyectados en sangre y los dientes negros como el carbón. Durante unos instantes, no tuve oportunidad de ser testigo de lo que sucedía, pues el pueblo se revolvió ante sus ataques. Todo cuanto supe más tarde es que había mordido a un joven mozo, a cuya hermana anteriormente había hechizado. Este, reaccionando como hubiera reaccionado cualquiera, llevado por la ira que acumulaba desde el perjurio contra su hermana, hirió a la bruja, que profirió un alarido. Fue entonces cuando, tras trastabillar y tropezarse consigo misma, cayó por el precipicio.

A pesar de que se aferró a las paredes de roca, como si fuera un animal provisto de siete vidas, mis convecinos reaccionaron de nuevo con rapidez. Un cantazo acertó en su pecho con tal fuerza que la bruja, finalmente, se despeñó. Cayó al arroyo, aunque tampoco esto fue suficiente. Durante largo rato convulsionó y se esforzó por conservar el hilo de vida que debía quedarle en su cuerpo maltrecho. Allí permanecimos unos pocos, sobre el acantilado, esperando que desistiese en sus intentos. Supimos que había muerto cuando dejó de moverse, y solo entonces abandonamos, tranquilos, el lugar. “¡Quien en mal anda, en mal acaba!”, se escuchó decir. Todos nos santiguamos tras esto y le pedimos a Dios que en las ocasiones venideras nos ayudase a protegernos del mal como había hecho esa noche.

La verdad según la acusada

La Tía Casca es la bruja más famosa de Trasmoz. | Shutterstock

El pueblo siempre me había mirado con miedo, incluso con desprecio, solo porque no había tomado la vía que se suponía debía tomar. No encontraba sentido al matrimonio si no era por amor sincero y tampoco me interesaba formar una familia, al menos no más de lo que me interesaban mis brebajes.

Sabía que nadie en Trasmoz entendía la importancia de conocer la naturaleza que nos rodeaba y que habían empezado a denominar con mala saña “el sendero de la Tía Casca” al camino que transitaba cada día en busca de mis plantas medicinales, pero no me importaba. No estaba allí para asustar a los pastores, como injustamente se había comenzado a decir, ni tampoco para buscar venenos que extender entre el pueblo. Me gustaba verme a mí misma como una mujer que experimentaba con las posibilidades de lo que tenía cerca y no me importaba lo que opinasen los demás, siempre y cuando siguieran acudiendo a mí, siempre en secreto, para poner en práctica lo aprendido. No me había importado, al menos hasta ese anochecer.

No puedo decir qué fue lo que cambió en mis vecinos, supongo que fue consecuencia de años de marginación y recelos. Un día como otro cualquiera, se lanzaron sobre mí. Me persiguieron con gritos y maldiciones, lanzándome piedras que trataba de esquivar como bien podía. Yo avanzaba tropezando con las piedras de los senderos, pues no tenía más luz que la que ofrecían las antorchas de mis perseguidores. Supe que no tenía escapatoria cuando en el horizonte se presentó el vacío: me habían conducido hasta el precipicio.

Giré sobre mis talones para enfrentarme a mis perseguidores. Algunos me habían visto nacer y crecer, pero sabía que ante ellos solo había ya una bruja que no contaría con su perdón. Me arrodillé ante ellos para suplicar clemencia, asegurando lo que nunca habían querido creer. Que era inocente, que solo era una curandera que había aprendido a entenderse con la naturaleza, que podía emplearla para el bien común. Pero sus acusaciones continuaban y aunque las negaba todas ellas sabía que no había mucho más que pudiera hacer.

Así que junté mis manos y pedí unos instantes a solas con el Cielo, para suplicar que, al menos, me acogiera con la serenidad con la que había intentado vivir. Murmuré las oraciones aprendidas de niña, con voz entrecortada, sin apenas poder hablar. El medio me dominaba.

Supongo que fue ese mismo miedo el que me llevó a levantarme y lanzarme contra el tumulto de gente que esperaba para lanzarme precipicio abajo. No quería morir y así lo grité, incansablemente, llegando a clavar mis dientes en uno de los brazos que trataban de acallar mis súplicas. Fue entonces cuando sentí una punzada sobre mi torso y dejé escapar un alarido que, quizá entonces sí, estuviera llevado por el mismísimo demonio. Me alejé de la muchedumbre tropezando y poco a poco perdí la conciencia, hasta que finalmente me dejé caer.

Los hechos reales de la historia: la verdad

Cementerio de Trasmoz. | Shutterstock

Joaquina Bona Sánchez nació en 1813 en Trasmoz. Falleció a los 47 años, asesinada por sus propios vecinos, que la tenían por una bruja poderosa y peligrosa. Tal era su fama que estos acontecimientos se relataron en los periódicos de la época. Incluso Gustavo Adolfo Bécquer se hizo eco de su figura, a quien dedicó unas palabras nada amables. Se refirió a ella como una “vieja decrépita”, encendiendo aún más la opinión que por entonces se tenía de la que ha pasado a ser conocida como Tía Casca.

Varios vecinos de Trasmoz fueron detenidos tras los hechos acontecidos, pero evidentemente quien perdió fue Joaquina. Con la perspectiva que da la historia, se puede deducir, casi con la seguridad de quien está afirmando, que no era más que una curandera cuya forma de vida diferente provocó el rechazo de sus vecinos.

El lugar por el que Tía Casca fue despeñada es hoy conocido como el mirador de los Olivos, situado justo detrás del cementerio de Trasmoz. Desde este rincón se ofrecen unas vistas preciosas que, sin embargo, quedan empañadas por ese triste e injusto final de la considerada última bruja de Trasmoz.